La víspera de su decinoveno cumpleaños, el 12 de febrero de 1911, al cienfueguero Jaime González Crocier la vida le hizo un regalo de lujo con el mitin de aviación celebrado en los terrenos del antiguo Hipódromo.
Mientras asistía a las evoluciones que pespunteaba su coetáneo canadiense James Ward a bordo de un biplano Curtiss en el cielo invernal y dominguero que cobijaba el barrio de Marsillán, Jaime reafirmó su decisión de dedicarse en cuerpo y alma a la última forma de locomoción patentada por el hombre.
Cuatro años antes había dado que hablar en Cienfuegos al construirse una rudimentaria nave voladora, que halada por un automóvil, mediante el cable empalmador de ambas carrocerías, logró vencer por unos instantes la fuerza de gravedad terrestre y mirar el suelo desde los 20metros de altura.
En junio de 1913 mientras navegaba por el Atlántico en el vapor Corcovado, Jaime descontaba las millas que lo separaban de su sueño mayor, la escuela de aviación parisina de Bleriot. A principios de junio ya estaba en la academia, donde entrenaría junto al propio as francés Luois Bleriot y tendría de condiscípulos a otras leyendas en ciernes de la navegación aérea como Pegoud y Vedrines.
El cielo de la Ciudad Luz devino telón de fantasía donde el cubano fue de los primeros mortales en dibujar el looping the loop o vuelo invertido, creación de Pegoud. Tal maniobra resultó su tesis de grado el 15 de diciembre del propio año, cuando la Federación Aeronáutica Internacional lo premió con el brevet número 1566, licencia que le autorizaba a surcar las alturas de cualquier latitud terrestre.
Si para el viaje de Jaime a la capital francesa fue necesario el concurso económico de algunos cienfuegueros entusiastas de la causa del aspirante a Ícaro, la empresa de comprar un monoplano Morane Saulnier para que el recién graduado tuviera su propio corcel, requirió nuevas y mayores contribuciones.
El viernes 21 de febrero de 1914 el vapor alemán Bavaria trajo al primer aviador cienfueguero de regreso a La Habana. Un día después Jaime sacaba el Morane de la Aduana capitalina y al amanecer del domingo su ciudad natal lo recibía con honores que incluían los acordes de la Banda Municipal. Las visitas de cortesía llevaron al egresado de la Bleriot por el Ayuntamiento, el Centro de Veteranos y la Juventud Progresista, donde fue agasajado con sidra y dulces. Luego a la casa de Lázaro Díaz, su protector, y finalmente al domicilio familiar en Colón número 50.
Transportado por el tren excursionista procedente de Sagua, que lo recogió en Cruces, el Morane también arribó el domingo temprano y de inmediato fue llevado hasta el Hipódromo, escenario desde donde el lunes Jaime demostraría a sus paisanos todo lo aprendido en sus siete meses parisinos.
Por la tarde visitó el Colegio de los Padres Jesuitas y se entrevistó con el sacerdote Sarasola, encargado del Observatorio de aquel plantel, quien le prometió una carta geográfica para el estudio de la posible ruta aérea Cienfuegos-Habana. En el Liceo su presidente, doctor Antonio J. Font, lo recibió con un ponche de champagne; y al final de la jornada de homenajes el alcalde municipal, coronel Juan Florencio Cabrera, le abrió las puertas de su residencia particular.
La prensa anunció en sus ediciones del lunes un mitin de aviación con Jaime como protagonista, en el Hipódromo ese mismo día, y un vuelo Cienfuegos-Habana para el martes. Sobre esa ruta el joven piloto había recabado datos al capitán del vapor Caridad Padilla, surto en puerto. A bordo del Morane Jaime llevaría correspondencia para el presidente de la República, general Menocal, despachadas por el alcalde Cabrera, el administrador de la Aduana y el comandante de la Guardia Rural, respectivamente.
Al propio tiempo Juan O’Bourke enviaba a los medios una carta-llamamiento intitulada Salvemos a Jaime González, texto público en el cual convocaba a la sociedad cienfueguera a pagar los dos mil pesos que el piloto y su familia adeudaban aún a la American Trading Co por el monoplano francés.
El 24 de febrero de 1914, mientras los cubanos festejaban 19 años de la epopeya de Baire, Jaime González voló por primera vez ante su público, para acreditarse ante la historia como el tercer aviador de la Isla, sólo antecedido por Agustín Parlá (1887-1946) y Domingo Rosillo (1878-1958). Y de hecho el primer cubano rellollo, pues Tín vio la luz en Cayo Hueso y Mingo en Orán, Argelia.
miércoles, 25 de junio de 2008
lunes, 16 de junio de 2008
Locos por la aviación
La aviación estaba más en pañales que un niño de dos días de nacido cuando Cienfuegos asistió al espectáculo que constituyó el primer mitin aéreo en el cielo de Jagua, la tarde del domingo 12 de febrero de 1911.
Los tres vuelos del aviador canadiense James Ward desde la improvisada pista del Hipódromo formaron parte del primer capítulo de la aviación en Cuba. Tal fue la fiebre por presenciar las piruetas del émulo de Ícaro que la prensa comparó la animación y la cantidad de público en las calles de la ciudad con las del 20 de mayo de 1902.
La Semana de Aviación organizada en La Habana por la Curtiss Exhibition Company en los primeros días de febrero contagió de entusiasmo a algunos emprendedores cienfuegueros que decidieron montar el espectáculo unos días después en la Perla del Sur.
El llamado Circuito Curtiss agrupaba a pilotos que ya coqueteaban con la fama en cielos de Norteamérica y Europa, entre ellos Lincoln Beachy, ganador de la Copa de Reims (Francia) en 1910, John Douglas Mc Curdy, August Post, George Russell, Gardner Hubbard y el propio James Ward, el benjamín de la escuadrilla con 19 años.
Los periódicos contribuían a fomentar el ambiente propicio para las demostraciones de los ases del aire. La Correspondencia publicaba en primera plana casi un día si y otro también fotos de aquellos dinosáuricos biplanos, y en las interiores reseñas del reciente vuelo Cayo Hueso-Habana protagonizado por Mc Curdy, de la fiesta aérea en la capital y los preparativos para la exhibición en el Hipódromo local.
El 4 de febrero bajo el socorrido epígrafe de La aviación en Cienfuegos daba cuenta de los intercambios verbales del alcalde Nene Méndez con personalidades de la ciudad a fin de que la Perla del Sur “tenga también su semanita de aviación”. Y al día siguiente informó sobre la fructificación de las gestiones del primer edil y el Ayuntamiento, quienes acordaron traer acá a uno de los pilotos del Circuito Curtiss. Don Luis Estrada, representante del grupo aéreo, firmó el documento con el concejal José Villapol.
En principio la exhibición tendría como escenario el antiguo terreno de béisbol, al final del Paseo de Vives, por ser el único campo apropiado para las demostraciones y el aviador contratado sería el canadiense Mc Curdy, especulaban los gacetilleros. La conformación del premio de dos mil pesos a conceder al atleta de las alas estuvo sobre el tapete por aquellos días en las sesiones nocturnas del Ayuntamiento, que finalmente aprobó una suma de 500. Entre las instituciones la Colonia Española puso 200 en la cuenta, mientras las sociedades Liceo, Luz y Caballero, Minerva y el Centro Gallego anunciaban su disposición de colaborar con los honorarios. Al tiempo que el día 8 el comercio comenzó una colecta para cubrir el importe total del galardón.
Aunque no lo era en el papel, Cienfuegos hacía las veces de capital provincial de Las Villas, por lo menos en cuanto a desarrollo y novedades se refería. Así lo prueban las numerosas excursiones anunciadas desde distintos municipios para presenciar aquí el espectáculo del aire.
Ya para el viernes 10 habían cambiado los planes en cuanto al protagonista de la función y el diario de Díaz y Velis publicaba en portada una foto del biplano de Mr. Ward “que volará en esta ciudad el domingo”.
A aires revueltos, ganancia de negociantes, parecía reinterpretar el refrán el señor Ramón Gándara, propietario de la óptica La Sección X, en De Clouet, 28-A, que recomendaba por medio de un suelto periodístico a “quienes no pudieran ir al campo de Marsillán a disfrutar del espectáculo, proveerse de unos gemelos a módico precio”.
El sábado 11 era noticia la llegada del conocido empresario de teatros, don Eusebio Azcue, quien tuvo a su cargo la contratación de Ward. Dada por hecha la presencia del joven aviador, acompañado por dos ingenieros mecánicos, la prensa abundaba en detalles de los preparativos. La Banda Municipal de Conciertos y la del Cuerpo de Bomberos animarían el espectáculo, para el cual las entradas por valor de un peso plata española ya estaban a la venta en los cafés Los Espumosos, El Parque, Dos de Mayo, Central, El Louvre y El Bosque. Para el que pretendiera dárselas de listo advertía del tándem Policía-Guardia Rural, encargado de que nadie accediera al Hipódromo sin abonar el correspondiente billete.
Llegó la tarde que haría historia en Cienfuegos. Mr. R. Calhoun, representante general de la Curtiss, había confirmado que el motor del biplano de Ward, ocho cilindros y 50 caballos de fuerza, era similar al empleado días antes por Mc Curdy en su vuelo alrededor de la farola del Morro. El aparato podía alcanzar una velocidad de hasta 70 millas por hora.
A las tres y cuarto el joven aviador entró al campo en su automóvil. Lo acompañaban el alcalde Méndez, Azcue, Villapol, Estrada y Calhoun. Los tres vuelos se iniciaron a las 4:10 p.m., 4:31 y 5:08, con duraciones de cinco, siete y nueve minutos, respectivamente. En todas las ocasiones el piloto fue premiado con sendas ovaciones. En el último hubo entrada libre para los curiosos cuyos bolsillos no podían permitirse el lujo de la plata española.
En el tercero Ward calculó que logró elevarse hasta unos tres mil pies y hubiera trepado más de no haber sentido una interrupción en el motor.
Desde su privilegiada atalaya en el Observatorio del Colegio Montserrat, telescopio en mano el padre Sarasola dejó sus apuntes del acontecimiento. De la crónica del religioso rescato dos líneas: “...el aeroplano a los lejos se parece a un pájaro grande, pero un pájaro especial que no estamos acostumbrados a ver en los trópicos”.
Los tres vuelos del aviador canadiense James Ward desde la improvisada pista del Hipódromo formaron parte del primer capítulo de la aviación en Cuba. Tal fue la fiebre por presenciar las piruetas del émulo de Ícaro que la prensa comparó la animación y la cantidad de público en las calles de la ciudad con las del 20 de mayo de 1902.
La Semana de Aviación organizada en La Habana por la Curtiss Exhibition Company en los primeros días de febrero contagió de entusiasmo a algunos emprendedores cienfuegueros que decidieron montar el espectáculo unos días después en la Perla del Sur.
El llamado Circuito Curtiss agrupaba a pilotos que ya coqueteaban con la fama en cielos de Norteamérica y Europa, entre ellos Lincoln Beachy, ganador de la Copa de Reims (Francia) en 1910, John Douglas Mc Curdy, August Post, George Russell, Gardner Hubbard y el propio James Ward, el benjamín de la escuadrilla con 19 años.
Los periódicos contribuían a fomentar el ambiente propicio para las demostraciones de los ases del aire. La Correspondencia publicaba en primera plana casi un día si y otro también fotos de aquellos dinosáuricos biplanos, y en las interiores reseñas del reciente vuelo Cayo Hueso-Habana protagonizado por Mc Curdy, de la fiesta aérea en la capital y los preparativos para la exhibición en el Hipódromo local.
El 4 de febrero bajo el socorrido epígrafe de La aviación en Cienfuegos daba cuenta de los intercambios verbales del alcalde Nene Méndez con personalidades de la ciudad a fin de que la Perla del Sur “tenga también su semanita de aviación”. Y al día siguiente informó sobre la fructificación de las gestiones del primer edil y el Ayuntamiento, quienes acordaron traer acá a uno de los pilotos del Circuito Curtiss. Don Luis Estrada, representante del grupo aéreo, firmó el documento con el concejal José Villapol.
En principio la exhibición tendría como escenario el antiguo terreno de béisbol, al final del Paseo de Vives, por ser el único campo apropiado para las demostraciones y el aviador contratado sería el canadiense Mc Curdy, especulaban los gacetilleros. La conformación del premio de dos mil pesos a conceder al atleta de las alas estuvo sobre el tapete por aquellos días en las sesiones nocturnas del Ayuntamiento, que finalmente aprobó una suma de 500. Entre las instituciones la Colonia Española puso 200 en la cuenta, mientras las sociedades Liceo, Luz y Caballero, Minerva y el Centro Gallego anunciaban su disposición de colaborar con los honorarios. Al tiempo que el día 8 el comercio comenzó una colecta para cubrir el importe total del galardón.
Aunque no lo era en el papel, Cienfuegos hacía las veces de capital provincial de Las Villas, por lo menos en cuanto a desarrollo y novedades se refería. Así lo prueban las numerosas excursiones anunciadas desde distintos municipios para presenciar aquí el espectáculo del aire.
Ya para el viernes 10 habían cambiado los planes en cuanto al protagonista de la función y el diario de Díaz y Velis publicaba en portada una foto del biplano de Mr. Ward “que volará en esta ciudad el domingo”.
A aires revueltos, ganancia de negociantes, parecía reinterpretar el refrán el señor Ramón Gándara, propietario de la óptica La Sección X, en De Clouet, 28-A, que recomendaba por medio de un suelto periodístico a “quienes no pudieran ir al campo de Marsillán a disfrutar del espectáculo, proveerse de unos gemelos a módico precio”.
El sábado 11 era noticia la llegada del conocido empresario de teatros, don Eusebio Azcue, quien tuvo a su cargo la contratación de Ward. Dada por hecha la presencia del joven aviador, acompañado por dos ingenieros mecánicos, la prensa abundaba en detalles de los preparativos. La Banda Municipal de Conciertos y la del Cuerpo de Bomberos animarían el espectáculo, para el cual las entradas por valor de un peso plata española ya estaban a la venta en los cafés Los Espumosos, El Parque, Dos de Mayo, Central, El Louvre y El Bosque. Para el que pretendiera dárselas de listo advertía del tándem Policía-Guardia Rural, encargado de que nadie accediera al Hipódromo sin abonar el correspondiente billete.
Llegó la tarde que haría historia en Cienfuegos. Mr. R. Calhoun, representante general de la Curtiss, había confirmado que el motor del biplano de Ward, ocho cilindros y 50 caballos de fuerza, era similar al empleado días antes por Mc Curdy en su vuelo alrededor de la farola del Morro. El aparato podía alcanzar una velocidad de hasta 70 millas por hora.
A las tres y cuarto el joven aviador entró al campo en su automóvil. Lo acompañaban el alcalde Méndez, Azcue, Villapol, Estrada y Calhoun. Los tres vuelos se iniciaron a las 4:10 p.m., 4:31 y 5:08, con duraciones de cinco, siete y nueve minutos, respectivamente. En todas las ocasiones el piloto fue premiado con sendas ovaciones. En el último hubo entrada libre para los curiosos cuyos bolsillos no podían permitirse el lujo de la plata española.
En el tercero Ward calculó que logró elevarse hasta unos tres mil pies y hubiera trepado más de no haber sentido una interrupción en el motor.
Desde su privilegiada atalaya en el Observatorio del Colegio Montserrat, telescopio en mano el padre Sarasola dejó sus apuntes del acontecimiento. De la crónica del religioso rescato dos líneas: “...el aeroplano a los lejos se parece a un pájaro grande, pero un pájaro especial que no estamos acostumbrados a ver en los trópicos”.
lunes, 9 de junio de 2008
Casa Terry
La Casa Terry no es la casa de Terry. Distan cuatro cuadras la una de la otra. La segunda, el hogar donde el matrimonio Terry-Dorticós procreó tantos hijos y un abolengo, hospeda hace años la escuela primaria Ignacio Agramonte y antes fue el claustro de las Teresianas.
Pero la Casa Terry, las oficinas de la empresa comercial fundada por aquel caraqueño flaco y recio que vino veinteañero a esta ciudad en el año en que comenzó a llamarse Cienfuegos, es decir 1829, se levanta en la esquina formada por Dorticós y Bouyon.
En el patio la lozanía de una ceiba, a todas luces mucho más joven que la construcción, la protege contra los maleficios de la edad avanzada.
Los nombres y apellidos de la mayoría de los potentados del siglo XIX, Leblanc por ejemplo, que como factores de dinamismo económico fomentaron el auge de esta ciudad yacen hoy en el olvido. El de Terry pervive en el teatro que legó al cerrar los ojos un día del verano de 1886 en París. Y la otra huella palpable es la Casa Terry.
Si el ciento por ciento de los cienfuegueros conoce, se maravilla y deslumbra ante el coliseo de San Carlos y San Luis, pocos saben de la existencia de la oficina desde Don Tomás movía los hilos financieros que le encumbraron como el hombre más rico de Cuba en el siglo XIX.
Al historiador estadounidense Roland Taylor Ely le debemos un retrato económico, pero a la vez humano, del hombre de éxito que al fin de sus días amasaba una fortuna del orden de los 20 millones de pesos. Cifra difícil de imaginar para quien hubiera visto desembarcar al joven Tomás Terry y Adams de una goleta surta en el puerto de Jagua, procedente de Caracas, o quizá de Curazao, sin más haberes que un físico envidiable y unas ganas de triunfar a prueba de balas.
A mediados de los años 50 del pasado siglo el joven investigador con estudios en Pricenton y Harvard tuvo el privilegio de ser el primero en acceder a los archivos de la Casa Terry, cerrados desde 1884. De su inmersión en la papelería, escarbando en al mina de débitos y haberes, exprimió el jugo necesario para escribir “Tomás Terry, el Creso cubano”, las 42 páginas del quinto y último capítulo de su libro Comerciantes cubanos del siglo XIX, publicado en 1959 por la habanera Editorial Librería Martí.
Las aventuras económicas del financista internacional que prestó dinero a los gobiernos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Rusia, Perú y Brasil son terreno para obras mayores del ensayo o la biografía. Esta crónica se conforma con el intento de posar decenas de miradas cienfuegueras sobre el inmueble de Dorticós y Bouyón, que al parecer nada más cuenta con la protección de la ceiba lozana del patio.
Así describió hace más de medio siglo Roland T. Ely su encuentro con la clausurada casa comercial: “La oficina de Tomás Terry ha soportado con más éxito los ataques del tiempo y del clima. El cuidó de que sólo los mejores materiales –cedro y caoba- que son impenetrables por el comején, se usaran en su construcción.Su cuadrada silueta puede verse rápidamente a una distancia de dos o tres millas desde el barco que hace la travesía entre Cienfuegos y los pequeños pueblos en derredor de la vasta bahía de Jagua.
Luego relata que en la casa habitaba por entonces una anciana pareja que en sus días felices trabajó “en el ‘Caracas’, la celebrada hacienda azucarera de la familia Terry al norte de Cienfuegos”. A cambio de cuidar los enseres del edificio los descendientes del magnate venezolano-cubano le permitían vivir gratis en tres aireadas habitaciones del piso bajo.
El acceso a la oficina estaba franqueado por un par de gruesas puertas, tachonadas en cobre, sobre las que llamó su atención una aldaba en forma de mano femenina.
Roland T. Ely experimentó al sensación de ser “el Rip Van Winkle cubano” al descubrirse protagonista en aquella especie de viaje en la máquina del tiempo.
“Escupideras chinas ya agrietadas se mantienen aún al lado de los sillones con espaldar de junco. Las delicadas balanzas de bronce, diseñadas para pesar oro, reposan inmóviles bajo su cristal protector y su cubierta de caoba. Resaltando sobre la pared sur hay una enorme caja de caudales de hierro, una Salamander hecha en Nueva York durante los años cincuenta. El escritorio del cajero y una oficina de correos en miniatura para archivar la correspondencia que llegaba de tres continentes, pueden también encontrarse en la misma posición que ocuparon hace un siglo. El mismo Don Tomás aún supervisa el local, desde un grabado en acero que cuelga sobre la pared este. Sólo Yrizar y los empleados menores, encaramados ante los enormes libros de cuentas encuadernados en piel, serían necesarios para completar el cuadro tal como era en los tiempos de Terry”.
Pero la Casa Terry, las oficinas de la empresa comercial fundada por aquel caraqueño flaco y recio que vino veinteañero a esta ciudad en el año en que comenzó a llamarse Cienfuegos, es decir 1829, se levanta en la esquina formada por Dorticós y Bouyon.
En el patio la lozanía de una ceiba, a todas luces mucho más joven que la construcción, la protege contra los maleficios de la edad avanzada.
Los nombres y apellidos de la mayoría de los potentados del siglo XIX, Leblanc por ejemplo, que como factores de dinamismo económico fomentaron el auge de esta ciudad yacen hoy en el olvido. El de Terry pervive en el teatro que legó al cerrar los ojos un día del verano de 1886 en París. Y la otra huella palpable es la Casa Terry.
Si el ciento por ciento de los cienfuegueros conoce, se maravilla y deslumbra ante el coliseo de San Carlos y San Luis, pocos saben de la existencia de la oficina desde Don Tomás movía los hilos financieros que le encumbraron como el hombre más rico de Cuba en el siglo XIX.
Al historiador estadounidense Roland Taylor Ely le debemos un retrato económico, pero a la vez humano, del hombre de éxito que al fin de sus días amasaba una fortuna del orden de los 20 millones de pesos. Cifra difícil de imaginar para quien hubiera visto desembarcar al joven Tomás Terry y Adams de una goleta surta en el puerto de Jagua, procedente de Caracas, o quizá de Curazao, sin más haberes que un físico envidiable y unas ganas de triunfar a prueba de balas.
A mediados de los años 50 del pasado siglo el joven investigador con estudios en Pricenton y Harvard tuvo el privilegio de ser el primero en acceder a los archivos de la Casa Terry, cerrados desde 1884. De su inmersión en la papelería, escarbando en al mina de débitos y haberes, exprimió el jugo necesario para escribir “Tomás Terry, el Creso cubano”, las 42 páginas del quinto y último capítulo de su libro Comerciantes cubanos del siglo XIX, publicado en 1959 por la habanera Editorial Librería Martí.
Las aventuras económicas del financista internacional que prestó dinero a los gobiernos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Rusia, Perú y Brasil son terreno para obras mayores del ensayo o la biografía. Esta crónica se conforma con el intento de posar decenas de miradas cienfuegueras sobre el inmueble de Dorticós y Bouyón, que al parecer nada más cuenta con la protección de la ceiba lozana del patio.
Así describió hace más de medio siglo Roland T. Ely su encuentro con la clausurada casa comercial: “La oficina de Tomás Terry ha soportado con más éxito los ataques del tiempo y del clima. El cuidó de que sólo los mejores materiales –cedro y caoba- que son impenetrables por el comején, se usaran en su construcción.Su cuadrada silueta puede verse rápidamente a una distancia de dos o tres millas desde el barco que hace la travesía entre Cienfuegos y los pequeños pueblos en derredor de la vasta bahía de Jagua.
Luego relata que en la casa habitaba por entonces una anciana pareja que en sus días felices trabajó “en el ‘Caracas’, la celebrada hacienda azucarera de la familia Terry al norte de Cienfuegos”. A cambio de cuidar los enseres del edificio los descendientes del magnate venezolano-cubano le permitían vivir gratis en tres aireadas habitaciones del piso bajo.
El acceso a la oficina estaba franqueado por un par de gruesas puertas, tachonadas en cobre, sobre las que llamó su atención una aldaba en forma de mano femenina.
Roland T. Ely experimentó al sensación de ser “el Rip Van Winkle cubano” al descubrirse protagonista en aquella especie de viaje en la máquina del tiempo.
“Escupideras chinas ya agrietadas se mantienen aún al lado de los sillones con espaldar de junco. Las delicadas balanzas de bronce, diseñadas para pesar oro, reposan inmóviles bajo su cristal protector y su cubierta de caoba. Resaltando sobre la pared sur hay una enorme caja de caudales de hierro, una Salamander hecha en Nueva York durante los años cincuenta. El escritorio del cajero y una oficina de correos en miniatura para archivar la correspondencia que llegaba de tres continentes, pueden también encontrarse en la misma posición que ocuparon hace un siglo. El mismo Don Tomás aún supervisa el local, desde un grabado en acero que cuelga sobre la pared este. Sólo Yrizar y los empleados menores, encaramados ante los enormes libros de cuentas encuadernados en piel, serían necesarios para completar el cuadro tal como era en los tiempos de Terry”.
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lunes, 2 de junio de 2008
Jack Johnson en Cienfuegos: Rumbo a la componenda del siglo
El atraque en muelle cienfueguero del pailebot de bandera estadounidense Henry E. Kreger, a las diez y media de la mañana del sábado 21 de febrero de 1915, permanecería en el anonimato de los registros aduanales del entonces muy activo puerto de Jagua, si por su escala no hubiera bajado a tierra Jack Johnson, el primer boxeador negro campeón mundial de peso pesado.
La noticia reseñada por el periódico El Comercio en la página cuarta de su edición dominical apunta que el transporte de 991 toneladas netas al mando del capitán Mr. I.W. Colbeth, procedía de Las Barbadas, donde el Gigante de Galveston lo había fletado por cinco mil dólares.
Rafael Siverio, segundo jefe de inspectores de la aduana de Cienfuegos, tuvo la gentileza de trasladar en la lancha Candita, al servicio de la institución arancelaria, a un reporter del periódico quien logró una breve entrevista a bordo con el hombre que ostentaba la corona mundial heavyweight desde 1908.
Por aquellos años de guerra en el Mundo y Revolución en México el negro de 97 kilos de músculos empaquetados en un metro 85 acaparaba casi tantos cintillos de prensa como las contiendas bélicas. Por tres sencillas razones: había apaleado a los blancos Tommy Burns (campeón defensor canadiense) en Sydney -1908 y Jim Jeffries (compatriota retador), en Reno, Nevada -1910; cometió la osadía de romper un tabú estadounidense al casarse con la anglosajona Etta Duryea y tras el suicidio de esta, flirtear con su también caucásica secretaria Lucille Cameron. Demasiadas afrentas para el puritanismo del país gigante con pies morales de barro.
El juez Kenesaw Mountain Landis, quien luego sería Comisionado de Béisbol de las Grandes Ligas, condenó a Johnson a un año de cárcel y multa de mil dólares por violar la Ley Mann que prohibía el movimiento de mujeres a través de los estados con “propósitos inmorales”.
Aunque apeló la sentencia y se casó con su asistente, por si las moscas el peso completo abandonó el país. Cuando puso proa a Cienfuegos desde una isla de las Indias Occidentales ya habían desandado caminos de Canadá. México y Francia.
Al enviado de El Comercio le comentó sobre la imposibilidad de ser extraditado de Cuba porque la trata de blancas, el delito del cual se le acusaba en Estados Unidos, no figuraba en el convenio en esa materia entre La Habana y Washington.
Que no sabía si ofrecería algún match en escenario habanero aunque había recibido proposición al respecto del manager que regenteaba el parque del Maine. En caso de presentarse la oportunidad estaba dispuesto a defender la corona superpesada en la mexicana Ciudad Juárez.
Por aquella época la firma de los reporteros al pie de sus artículos era un ave rara en la prensa cubana. Pero aquel informador anónimo dio cuenta del desembarco de J.J. y su comitiva, quienes le acompañaron a las oficinas de Inmigración.
En la Aduana pagó 37.90 dólares por el derecho de unas cintas cinematográficas que llevaba consigo. Aquellos rollos de celuloide serían entonces como estuches de DVD o jueguitos de Play Station hoy. Lo que estaba de moda tras el invento genial de los Lumiere, 20 años antes.
Lucille Cameron, una gringa de grupas artesanales y rostro de ángel conspirador, debió conmocionar a la población masculina mientras pisaba los adoquines de estas calles rectas. De los 23 bultos que desembarcó su consorte, dos eran baúles repletos de sombreros elegantes para cubrir del sol tropical la cabellera rubia de la ex secretaria.
Esa misma noche los Johnson y compañía tomaron el tren rápido rumbo a la capital isleña. Cienfuegos quedaría en la historia del boxeo profesional como el punto de partida de la que en vez de pelea, sería la componenda del siglo.
Aconteció la tarde habanera del domingo cinco de abril del propio año 15. En un ring montado en el Hipódromo Oriental Park de Marianao, el negro John Arthur Johnson expuso la faja frente a Jess Willard, un tipo de 33 años de edad que sólo llevaba tres entre las cuerdas.
Como la Gran Esperanza Blanca había bautizado la prensa amarillista norteña al campesino de Kansas, de más de dos metros y 109 kilos, llegado a La Habana desde mediados de marzo con la encomienda de derrotar a como diera lugar a quien de niño fuera lavador de platos en Galveston, Texas.
La pelea fue pactada a 45 rounds, tres horas traducida en tiempo. Su desenlace es muy conocido en los corrillos deportivos cubanos. El campeón dominaba a la altura del décimo asalto cuando los espectadores vieron al promotor Jack Curley acercarse a su esquina y susurrarle algo al oído.
Terminado el asalto número 25 hubo intercambio de señas entre Johnson y Lucille, que asistía a la pelea desde una primera fila y en ese momento se retiró de la instalación hípica.
Al siguiente round la guardia del titular dejó abierta una brecha por donde se coló un derechazo del retador que lo tiró al encerado.
La escena captada por la cámara oculta del cineasta Enrique Díaz Quesada, considerado el padre de la cinematografía cubana, mostraría para la posteridad una mano enguantada de J.J. cubriéndose el sol de la primavera habanera mientras escuchaba la cuenta regresiva de los dígitos fatales. Por lo menos le había evitado a la bella Cameron el espectáculo de ver su ebánica anatomía en un plano horizontal que no fuera el del lecho.
El derechazo del “guajiro” Willard le había abierto las puertas del regreso a Chicago, y de paso metido 30 mil dólares en el bolsillo de su short blanco.
La noticia reseñada por el periódico El Comercio en la página cuarta de su edición dominical apunta que el transporte de 991 toneladas netas al mando del capitán Mr. I.W. Colbeth, procedía de Las Barbadas, donde el Gigante de Galveston lo había fletado por cinco mil dólares.
Rafael Siverio, segundo jefe de inspectores de la aduana de Cienfuegos, tuvo la gentileza de trasladar en la lancha Candita, al servicio de la institución arancelaria, a un reporter del periódico quien logró una breve entrevista a bordo con el hombre que ostentaba la corona mundial heavyweight desde 1908.
Por aquellos años de guerra en el Mundo y Revolución en México el negro de 97 kilos de músculos empaquetados en un metro 85 acaparaba casi tantos cintillos de prensa como las contiendas bélicas. Por tres sencillas razones: había apaleado a los blancos Tommy Burns (campeón defensor canadiense) en Sydney -1908 y Jim Jeffries (compatriota retador), en Reno, Nevada -1910; cometió la osadía de romper un tabú estadounidense al casarse con la anglosajona Etta Duryea y tras el suicidio de esta, flirtear con su también caucásica secretaria Lucille Cameron. Demasiadas afrentas para el puritanismo del país gigante con pies morales de barro.
El juez Kenesaw Mountain Landis, quien luego sería Comisionado de Béisbol de las Grandes Ligas, condenó a Johnson a un año de cárcel y multa de mil dólares por violar la Ley Mann que prohibía el movimiento de mujeres a través de los estados con “propósitos inmorales”.
Aunque apeló la sentencia y se casó con su asistente, por si las moscas el peso completo abandonó el país. Cuando puso proa a Cienfuegos desde una isla de las Indias Occidentales ya habían desandado caminos de Canadá. México y Francia.
Al enviado de El Comercio le comentó sobre la imposibilidad de ser extraditado de Cuba porque la trata de blancas, el delito del cual se le acusaba en Estados Unidos, no figuraba en el convenio en esa materia entre La Habana y Washington.
Que no sabía si ofrecería algún match en escenario habanero aunque había recibido proposición al respecto del manager que regenteaba el parque del Maine. En caso de presentarse la oportunidad estaba dispuesto a defender la corona superpesada en la mexicana Ciudad Juárez.
Por aquella época la firma de los reporteros al pie de sus artículos era un ave rara en la prensa cubana. Pero aquel informador anónimo dio cuenta del desembarco de J.J. y su comitiva, quienes le acompañaron a las oficinas de Inmigración.
En la Aduana pagó 37.90 dólares por el derecho de unas cintas cinematográficas que llevaba consigo. Aquellos rollos de celuloide serían entonces como estuches de DVD o jueguitos de Play Station hoy. Lo que estaba de moda tras el invento genial de los Lumiere, 20 años antes.
Lucille Cameron, una gringa de grupas artesanales y rostro de ángel conspirador, debió conmocionar a la población masculina mientras pisaba los adoquines de estas calles rectas. De los 23 bultos que desembarcó su consorte, dos eran baúles repletos de sombreros elegantes para cubrir del sol tropical la cabellera rubia de la ex secretaria.
Esa misma noche los Johnson y compañía tomaron el tren rápido rumbo a la capital isleña. Cienfuegos quedaría en la historia del boxeo profesional como el punto de partida de la que en vez de pelea, sería la componenda del siglo.
Aconteció la tarde habanera del domingo cinco de abril del propio año 15. En un ring montado en el Hipódromo Oriental Park de Marianao, el negro John Arthur Johnson expuso la faja frente a Jess Willard, un tipo de 33 años de edad que sólo llevaba tres entre las cuerdas.
Como la Gran Esperanza Blanca había bautizado la prensa amarillista norteña al campesino de Kansas, de más de dos metros y 109 kilos, llegado a La Habana desde mediados de marzo con la encomienda de derrotar a como diera lugar a quien de niño fuera lavador de platos en Galveston, Texas.
La pelea fue pactada a 45 rounds, tres horas traducida en tiempo. Su desenlace es muy conocido en los corrillos deportivos cubanos. El campeón dominaba a la altura del décimo asalto cuando los espectadores vieron al promotor Jack Curley acercarse a su esquina y susurrarle algo al oído.
Terminado el asalto número 25 hubo intercambio de señas entre Johnson y Lucille, que asistía a la pelea desde una primera fila y en ese momento se retiró de la instalación hípica.
Al siguiente round la guardia del titular dejó abierta una brecha por donde se coló un derechazo del retador que lo tiró al encerado.
La escena captada por la cámara oculta del cineasta Enrique Díaz Quesada, considerado el padre de la cinematografía cubana, mostraría para la posteridad una mano enguantada de J.J. cubriéndose el sol de la primavera habanera mientras escuchaba la cuenta regresiva de los dígitos fatales. Por lo menos le había evitado a la bella Cameron el espectáculo de ver su ebánica anatomía en un plano horizontal que no fuera el del lecho.
El derechazo del “guajiro” Willard le había abierto las puertas del regreso a Chicago, y de paso metido 30 mil dólares en el bolsillo de su short blanco.
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Jack Johnson en Cienfuegos: Rumbo a la componenda del siglo
El atraque en muelle cienfueguero del pailebot de bandera estadounidense Henry E. Kreger, a las diez y media de la mañana del sábado 21 de febrero de 1915, permanecería en el anonimato de los registros aduanales del entonces muy activo puerto de Jagua, si por su escala no hubiera bajado a tierra Jack Johnson, el primer boxeador negro campeón mundial de peso pesado.
La noticia reseñada por el periódico El Comercio en la página cuarta de su edición dominical apunta que el transporte de 991 toneladas netas al mando del capitán Mr. I.W. Colbeth, procedía de Las Barbadas, donde el Gigante de Galveston lo había fletado por cinco mil dólares.
Rafael Siverio, segundo jefe de inspectores de la aduana de Cienfuegos, tuvo la gentileza de trasladar en la lancha Candita, al servicio de la institución arancelaria, a un reporter del periódico quien logró una breve entrevista a bordo con el hombre que ostentaba la corona mundial heavyweight desde 1908.
Por aquellos años de guerra en el Mundo y Revolución en México el negro de 97 kilos de músculos empaquetados en un metro 85 acaparaba casi tantos cintillos de prensa como las contiendas bélicas. Por tres sencillas razones: había apaleado a los blancos Tommy Burns (campeón defensor canadiense) en Sydney -1908 y Jim Jeffries (compatriota retador), en Reno, Nevada -1910; cometió la osadía de romper un tabú estadounidense al casarse con la anglosajona Etta Duryea y tras el suicidio de esta, flirtear con su también caucásica secretaria Lucille Cameron. Demasiadas afrentas para el puritanismo del país gigante con pies morales de barro.
El juez Kenesaw Mountain Landis, quien luego sería Comisionado de Béisbol de las Grandes Ligas, condenó a Johnson a un año de cárcel y multa de mil dólares por violar la Ley Mann que prohibía el movimiento de mujeres a través de los estados con “propósitos inmorales”.
Aunque apeló la sentencia y se casó con su asistente, por si las moscas el peso completo abandonó el país. Cuando puso proa a Cienfuegos desde una isla de las Indias Occidentales ya habían desandado caminos de Canadá. México y Francia.
Al enviado de El Comercio le comentó sobre la imposibilidad de ser extraditado de Cuba porque la trata de blancas, el delito del cual se le acusaba en Estados Unidos, no figuraba en el convenio en esa materia entre La Habana y Washington.
Que no sabía si ofrecería algún match en escenario habanero aunque había recibido proposición al respecto del manager que regenteaba el parque del Maine. En caso de presentarse la oportunidad estaba dispuesto a defender la corona superpesada en la mexicana Ciudad Juárez.
Por aquella época la firma de los reporteros al pie de sus artículos era un ave rara en la prensa cubana. Pero aquel informador anónimo dio cuenta del desembarco de J.J. y su comitiva, quienes le acompañaron a las oficinas de Inmigración.
En la Aduana pagó 37.90 dólares por el derecho de unas cintas cinematográficas que llevaba consigo. Aquellos rollos de celuloide serían entonces como estuches de DVD o jueguitos de Play Station hoy. Lo que estaba de moda tras el invento genial de los Lumiere, 20 años antes.
Lucille Cameron, una gringa de grupas artesanales y rostro de ángel conspirador, debió conmocionar a la población masculina mientras pisaba los adoquines de estas calles rectas. De los 23 bultos que desembarcó su consorte, dos eran baúles repletos de sombreros elegantes para cubrir del sol tropical la cabellera rubia de la ex secretaria.
Esa misma noche los Johnson y compañía tomaron el tren rápido rumbo a la capital isleña. Cienfuegos quedaría en la historia del boxeo profesional como el punto de partida de la que en vez de pelea, sería la componenda del siglo.
Aconteció la tarde habanera del domingo cinco de abril del propio año 15. En un ring montado en el Hipódromo Oriental Park de Marianao, el negro John Arthur Johnson expuso la faja frente a Jess Willard, un tipo de 33 años de edad que sólo llevaba tres entre las cuerdas.
Como la Gran Esperanza Blanca había bautizado la prensa amarillista norteña al campesino de Kansas, de más de dos metros y 109 kilos, llegado a La Habana desde mediados de marzo con la encomienda de derrotar a como diera lugar a quien de niño fuera lavador de platos en Galveston, Texas.
La pelea fue pactada a 45 rounds, tres horas traducida en tiempo. Su desenlace es muy conocido en los corrillos deportivos cubanos. El campeón dominaba a la altura del décimo asalto cuando los espectadores vieron al promotor Jack Curley acercarse a su esquina y susurrarle algo al oído.
Terminado el asalto número 25 hubo intercambio de señas entre Johnson y Lucille, que asistía a la pelea desde una primera fila y en ese momento se retiró de la instalación hípica.
Al siguiente round la guardia del titular dejó abierta una brecha por donde se coló un derechazo del retador que lo tiró al encerado.
La escena captada por la cámara oculta del cineasta Enrique Díaz Quesada, considerado el padre de la cinematografía cubana, mostraría para la posteridad una mano enguantada de J.J. cubriéndose el sol de la primavera habanera mientras escuchaba la cuenta regresiva de los dígitos fatales. Por lo menos le había evitado a la bella Cameron el espectáculo de ver su ebánica anatomía en un plano horizontal que no fuera el del lecho.
El derechazo del “guajiro” Willard le había abierto las puertas del regreso a Chicago, y de paso metido 30 mil dólares en el bolsillo de su short blanco.
La noticia reseñada por el periódico El Comercio en la página cuarta de su edición dominical apunta que el transporte de 991 toneladas netas al mando del capitán Mr. I.W. Colbeth, procedía de Las Barbadas, donde el Gigante de Galveston lo había fletado por cinco mil dólares.
Rafael Siverio, segundo jefe de inspectores de la aduana de Cienfuegos, tuvo la gentileza de trasladar en la lancha Candita, al servicio de la institución arancelaria, a un reporter del periódico quien logró una breve entrevista a bordo con el hombre que ostentaba la corona mundial heavyweight desde 1908.
Por aquellos años de guerra en el Mundo y Revolución en México el negro de 97 kilos de músculos empaquetados en un metro 85 acaparaba casi tantos cintillos de prensa como las contiendas bélicas. Por tres sencillas razones: había apaleado a los blancos Tommy Burns (campeón defensor canadiense) en Sydney -1908 y Jim Jeffries (compatriota retador), en Reno, Nevada -1910; cometió la osadía de romper un tabú estadounidense al casarse con la anglosajona Etta Duryea y tras el suicidio de esta, flirtear con su también caucásica secretaria Lucille Cameron. Demasiadas afrentas para el puritanismo del país gigante con pies morales de barro.
El juez Kenesaw Mountain Landis, quien luego sería Comisionado de Béisbol de las Grandes Ligas, condenó a Johnson a un año de cárcel y multa de mil dólares por violar la Ley Mann que prohibía el movimiento de mujeres a través de los estados con “propósitos inmorales”.
Aunque apeló la sentencia y se casó con su asistente, por si las moscas el peso completo abandonó el país. Cuando puso proa a Cienfuegos desde una isla de las Indias Occidentales ya habían desandado caminos de Canadá. México y Francia.
Al enviado de El Comercio le comentó sobre la imposibilidad de ser extraditado de Cuba porque la trata de blancas, el delito del cual se le acusaba en Estados Unidos, no figuraba en el convenio en esa materia entre La Habana y Washington.
Que no sabía si ofrecería algún match en escenario habanero aunque había recibido proposición al respecto del manager que regenteaba el parque del Maine. En caso de presentarse la oportunidad estaba dispuesto a defender la corona superpesada en la mexicana Ciudad Juárez.
Por aquella época la firma de los reporteros al pie de sus artículos era un ave rara en la prensa cubana. Pero aquel informador anónimo dio cuenta del desembarco de J.J. y su comitiva, quienes le acompañaron a las oficinas de Inmigración.
En la Aduana pagó 37.90 dólares por el derecho de unas cintas cinematográficas que llevaba consigo. Aquellos rollos de celuloide serían entonces como estuches de DVD o jueguitos de Play Station hoy. Lo que estaba de moda tras el invento genial de los Lumiere, 20 años antes.
Lucille Cameron, una gringa de grupas artesanales y rostro de ángel conspirador, debió conmocionar a la población masculina mientras pisaba los adoquines de estas calles rectas. De los 23 bultos que desembarcó su consorte, dos eran baúles repletos de sombreros elegantes para cubrir del sol tropical la cabellera rubia de la ex secretaria.
Esa misma noche los Johnson y compañía tomaron el tren rápido rumbo a la capital isleña. Cienfuegos quedaría en la historia del boxeo profesional como el punto de partida de la que en vez de pelea, sería la componenda del siglo.
Aconteció la tarde habanera del domingo cinco de abril del propio año 15. En un ring montado en el Hipódromo Oriental Park de Marianao, el negro John Arthur Johnson expuso la faja frente a Jess Willard, un tipo de 33 años de edad que sólo llevaba tres entre las cuerdas.
Como la Gran Esperanza Blanca había bautizado la prensa amarillista norteña al campesino de Kansas, de más de dos metros y 109 kilos, llegado a La Habana desde mediados de marzo con la encomienda de derrotar a como diera lugar a quien de niño fuera lavador de platos en Galveston, Texas.
La pelea fue pactada a 45 rounds, tres horas traducida en tiempo. Su desenlace es muy conocido en los corrillos deportivos cubanos. El campeón dominaba a la altura del décimo asalto cuando los espectadores vieron al promotor Jack Curley acercarse a su esquina y susurrarle algo al oído.
Terminado el asalto número 25 hubo intercambio de señas entre Johnson y Lucille, que asistía a la pelea desde una primera fila y en ese momento se retiró de la instalación hípica.
Al siguiente round la guardia del titular dejó abierta una brecha por donde se coló un derechazo del retador que lo tiró al encerado.
La escena captada por la cámara oculta del cineasta Enrique Díaz Quesada, considerado el padre de la cinematografía cubana, mostraría para la posteridad una mano enguantada de J.J. cubriéndose el sol de la primavera habanera mientras escuchaba la cuenta regresiva de los dígitos fatales. Por lo menos le había evitado a la bella Cameron el espectáculo de ver su ebánica anatomía en un plano horizontal que no fuera el del lecho.
El derechazo del “guajiro” Willard le había abierto las puertas del regreso a Chicago, y de paso metido 30 mil dólares en el bolsillo de su short blanco.
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Jack Johnson,
República
Jack Johnsonen Cienfuegos: Rumbo a la componenda del siglo
El atraque en muelle cienfueguero del pailebot de bandera estadounidense Henry E. Kreger, a las diez y media de la mañana del sábado 21 de febrero de 1915, permanecería en el anonimato de los registros aduanales del entonces muy activo puerto de Jagua, si por su escala no hubiera bajado a tierra Jack Johnson, el primer boxeador negro campeón mundial de peso pesado.
La noticia reseñada por el periódico El Comercio en la página cuarta de su edición dominical apunta que el transporte de 991 toneladas netas al mando del capitán Mr. I.W. Colbeth, procedía de Las Barbadas, donde el Gigante de Galveston lo había fletado por cinco mil dólares.
Rafael Siverio, segundo jefe de inspectores de la aduana de Cienfuegos, tuvo la gentileza de trasladar en la lancha Candita, al servicio de la institución arancelaria, a un reporter del periódico quien logró una breve entrevista a bordo con el hombre que ostentaba la corona mundial heavyweight desde 1908.
Por aquellos años de guerra en el Mundo y Revolución en México el negro de 97 kilos de músculos empaquetados en un metro 85 acaparaba casi tantos cintillos de prensa como las contiendas bélicas. Por tres sencillas razones: había apaleado a los blancos Tommy Burns (campeón defensor canadiense) en Sydney -1908 y Jim Jeffries (compatriota retador), en Reno, Nevada -1910; cometió la osadía de romper un tabú estadounidense al casarse con la anglosajona Etta Duryea y tras el suicidio de esta, flirtear con su también caucásica secretaria Lucille Cameron. Demasiadas afrentas para el puritanismo del país gigante con pies morales de barro.
El juez Kenesaw Mountain Landis, quien luego sería Comisionado de Béisbol de las Grandes Ligas, condenó a Johnson a un año de cárcel y multa de mil dólares por violar la Ley Mann que prohibía el movimiento de mujeres a través de los estados con “propósitos inmorales”.
Aunque apeló la sentencia y se casó con su asistente, por si las moscas el peso completo abandonó el país. Cuando puso proa a Cienfuegos desde una isla de las Indias Occidentales ya habían desandado caminos de Canadá. México y Francia.
Al enviado de El Comercio le comentó sobre la imposibilidad de ser extraditado de Cuba porque la trata de blancas, el delito del cual se le acusaba en Estados Unidos, no figuraba en el convenio en esa materia entre La Habana y Washington.
Que no sabía si ofrecería algún match en escenario habanero aunque había recibido proposición al respecto del manager que regenteaba el parque del Maine. En caso de presentarse la oportunidad estaba dispuesto a defender la corona superpesada en la mexicana Ciudad Juárez.
Por aquella época la firma de los reporteros al pie de sus artículos era un ave rara en la prensa cubana. Pero aquel informador anónimo dio cuenta del desembarco de J.J. y su comitiva, quienes le acompañaron a las oficinas de Inmigración.
En la Aduana pagó 37.90 dólares por el derecho de unas cintas cinematográficas que llevaba consigo. Aquellos rollos de celuloide serían entonces como estuches de DVD o jueguitos de Play Station hoy. Lo que estaba de moda tras el invento genial de los Lumiere, 20 años antes.
Lucille Cameron, una gringa de grupas artesanales y rostro de ángel conspirador, debió conmocionar a la población masculina mientras pisaba los adoquines de estas calles rectas. De los 23 bultos que desembarcó su consorte, dos eran baúles repletos de sombreros elegantes para cubrir del sol tropical la cabellera rubia de la ex secretaria.
Esa misma noche los Johnson y compañía tomaron el tren rápido rumbo a la capital isleña. Cienfuegos quedaría en la historia del boxeo profesional como el punto de partida de la que en vez de pelea, sería la componenda del siglo.
Aconteció la tarde habanera del domingo cinco de abril del propio año 15. En un ring montado en el Hipódromo Oriental Park de Marianao, el negro John Arthur Johnson expuso la faja frente a Jess Willard, un tipo de 33 años de edad que sólo llevaba tres entre las cuerdas.
Como la Gran Esperanza Blanca había bautizado la prensa amarillista norteña al campesino de Kansas, de más de dos metros y 109 kilos, llegado a La Habana desde mediados de marzo con la encomienda de derrotar a como diera lugar a quien de niño fuera lavador de platos en Galveston, Texas.
La pelea fue pactada a 45 rounds, tres horas traducida en tiempo. Su desenlace es muy conocido en los corrillos deportivos cubanos. El campeón dominaba a la altura del décimo asalto cuando los espectadores vieron al promotor Jack Curley acercarse a su esquina y susurrarle algo al oído.
Terminado el asalto número 25 hubo intercambio de señas entre Johnson y Lucille, que asistía a la pelea desde una primera fila y en ese momento se retiró de la instalación hípica.
Al siguiente round la guardia del titular dejó abierta una brecha por donde se coló un derechazo del retador que lo tiró al encerado.
La escena captada por la cámara oculta del cineasta Enrique Díaz Quesada, considerado el padre de la cinematografía cubana, mostraría para la posteridad una mano enguantada de J.J. cubriéndose el sol de la primavera habanera mientras escuchaba la cuenta regresiva de los dígitos fatales. Por lo menos le había evitado a la bella Cameron el espectáculo de ver su ebánica anatomía en un plano horizontal que no fuera el del lecho.
El derechazo del “guajiro” Willard le había abierto las puertas del regreso a Chicago, y de paso metido 30 mil dólares en el bolsillo de su short blanco.
La noticia reseñada por el periódico El Comercio en la página cuarta de su edición dominical apunta que el transporte de 991 toneladas netas al mando del capitán Mr. I.W. Colbeth, procedía de Las Barbadas, donde el Gigante de Galveston lo había fletado por cinco mil dólares.
Rafael Siverio, segundo jefe de inspectores de la aduana de Cienfuegos, tuvo la gentileza de trasladar en la lancha Candita, al servicio de la institución arancelaria, a un reporter del periódico quien logró una breve entrevista a bordo con el hombre que ostentaba la corona mundial heavyweight desde 1908.
Por aquellos años de guerra en el Mundo y Revolución en México el negro de 97 kilos de músculos empaquetados en un metro 85 acaparaba casi tantos cintillos de prensa como las contiendas bélicas. Por tres sencillas razones: había apaleado a los blancos Tommy Burns (campeón defensor canadiense) en Sydney -1908 y Jim Jeffries (compatriota retador), en Reno, Nevada -1910; cometió la osadía de romper un tabú estadounidense al casarse con la anglosajona Etta Duryea y tras el suicidio de esta, flirtear con su también caucásica secretaria Lucille Cameron. Demasiadas afrentas para el puritanismo del país gigante con pies morales de barro.
El juez Kenesaw Mountain Landis, quien luego sería Comisionado de Béisbol de las Grandes Ligas, condenó a Johnson a un año de cárcel y multa de mil dólares por violar la Ley Mann que prohibía el movimiento de mujeres a través de los estados con “propósitos inmorales”.
Aunque apeló la sentencia y se casó con su asistente, por si las moscas el peso completo abandonó el país. Cuando puso proa a Cienfuegos desde una isla de las Indias Occidentales ya habían desandado caminos de Canadá. México y Francia.
Al enviado de El Comercio le comentó sobre la imposibilidad de ser extraditado de Cuba porque la trata de blancas, el delito del cual se le acusaba en Estados Unidos, no figuraba en el convenio en esa materia entre La Habana y Washington.
Que no sabía si ofrecería algún match en escenario habanero aunque había recibido proposición al respecto del manager que regenteaba el parque del Maine. En caso de presentarse la oportunidad estaba dispuesto a defender la corona superpesada en la mexicana Ciudad Juárez.
Por aquella época la firma de los reporteros al pie de sus artículos era un ave rara en la prensa cubana. Pero aquel informador anónimo dio cuenta del desembarco de J.J. y su comitiva, quienes le acompañaron a las oficinas de Inmigración.
En la Aduana pagó 37.90 dólares por el derecho de unas cintas cinematográficas que llevaba consigo. Aquellos rollos de celuloide serían entonces como estuches de DVD o jueguitos de Play Station hoy. Lo que estaba de moda tras el invento genial de los Lumiere, 20 años antes.
Lucille Cameron, una gringa de grupas artesanales y rostro de ángel conspirador, debió conmocionar a la población masculina mientras pisaba los adoquines de estas calles rectas. De los 23 bultos que desembarcó su consorte, dos eran baúles repletos de sombreros elegantes para cubrir del sol tropical la cabellera rubia de la ex secretaria.
Esa misma noche los Johnson y compañía tomaron el tren rápido rumbo a la capital isleña. Cienfuegos quedaría en la historia del boxeo profesional como el punto de partida de la que en vez de pelea, sería la componenda del siglo.
Aconteció la tarde habanera del domingo cinco de abril del propio año 15. En un ring montado en el Hipódromo Oriental Park de Marianao, el negro John Arthur Johnson expuso la faja frente a Jess Willard, un tipo de 33 años de edad que sólo llevaba tres entre las cuerdas.
Como la Gran Esperanza Blanca había bautizado la prensa amarillista norteña al campesino de Kansas, de más de dos metros y 109 kilos, llegado a La Habana desde mediados de marzo con la encomienda de derrotar a como diera lugar a quien de niño fuera lavador de platos en Galveston, Texas.
La pelea fue pactada a 45 rounds, tres horas traducida en tiempo. Su desenlace es muy conocido en los corrillos deportivos cubanos. El campeón dominaba a la altura del décimo asalto cuando los espectadores vieron al promotor Jack Curley acercarse a su esquina y susurrarle algo al oído.
Terminado el asalto número 25 hubo intercambio de señas entre Johnson y Lucille, que asistía a la pelea desde una primera fila y en ese momento se retiró de la instalación hípica.
Al siguiente round la guardia del titular dejó abierta una brecha por donde se coló un derechazo del retador que lo tiró al encerado.
La escena captada por la cámara oculta del cineasta Enrique Díaz Quesada, considerado el padre de la cinematografía cubana, mostraría para la posteridad una mano enguantada de J.J. cubriéndose el sol de la primavera habanera mientras escuchaba la cuenta regresiva de los dígitos fatales. Por lo menos le había evitado a la bella Cameron el espectáculo de ver su ebánica anatomía en un plano horizontal que no fuera el del lecho.
El derechazo del “guajiro” Willard le había abierto las puertas del regreso a Chicago, y de paso metido 30 mil dólares en el bolsillo de su short blanco.
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