lunes, 9 de junio de 2008

Casa Terry

La Casa Terry no es la casa de Terry. Distan cuatro cuadras la una de la otra. La segunda, el hogar donde el matrimonio Terry-Dorticós procreó tantos hijos y un abolengo, hospeda hace años la escuela primaria Ignacio Agramonte y antes fue el claustro de las Teresianas.
Pero la Casa Terry, las oficinas de la empresa comercial fundada por aquel caraqueño flaco y recio que vino veinteañero a esta ciudad en el año en que comenzó a llamarse Cienfuegos, es decir 1829, se levanta en la esquina formada por Dorticós y Bouyon.
En el patio la lozanía de una ceiba, a todas luces mucho más joven que la construcción, la protege contra los maleficios de la edad avanzada.
Los nombres y apellidos de la mayoría de los potentados del siglo XIX, Leblanc por ejemplo, que como factores de dinamismo económico fomentaron el auge de esta ciudad yacen hoy en el olvido. El de Terry pervive en el teatro que legó al cerrar los ojos un día del verano de 1886 en París. Y la otra huella palpable es la Casa Terry.
Si el ciento por ciento de los cienfuegueros conoce, se maravilla y deslumbra ante el coliseo de San Carlos y San Luis, pocos saben de la existencia de la oficina desde Don Tomás movía los hilos financieros que le encumbraron como el hombre más rico de Cuba en el siglo XIX.
Al historiador estadounidense Roland Taylor Ely le debemos un retrato económico, pero a la vez humano, del hombre de éxito que al fin de sus días amasaba una fortuna del orden de los 20 millones de pesos. Cifra difícil de imaginar para quien hubiera visto desembarcar al joven Tomás Terry y Adams de una goleta surta en el puerto de Jagua, procedente de Caracas, o quizá de Curazao, sin más haberes que un físico envidiable y unas ganas de triunfar a prueba de balas.
A mediados de los años 50 del pasado siglo el joven investigador con estudios en Pricenton y Harvard tuvo el privilegio de ser el primero en acceder a los archivos de la Casa Terry, cerrados desde 1884. De su inmersión en la papelería, escarbando en al mina de débitos y haberes, exprimió el jugo necesario para escribir “Tomás Terry, el Creso cubano”, las 42 páginas del quinto y último capítulo de su libro Comerciantes cubanos del siglo XIX, publicado en 1959 por la habanera Editorial Librería Martí.
Las aventuras económicas del financista internacional que prestó dinero a los gobiernos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Rusia, Perú y Brasil son terreno para obras mayores del ensayo o la biografía. Esta crónica se conforma con el intento de posar decenas de miradas cienfuegueras sobre el inmueble de Dorticós y Bouyón, que al parecer nada más cuenta con la protección de la ceiba lozana del patio.
Así describió hace más de medio siglo Roland T. Ely su encuentro con la clausurada casa comercial: “La oficina de Tomás Terry ha soportado con más éxito los ataques del tiempo y del clima. El cuidó de que sólo los mejores materiales –cedro y caoba- que son impenetrables por el comején, se usaran en su construcción.Su cuadrada silueta puede verse rápidamente a una distancia de dos o tres millas desde el barco que hace la travesía entre Cienfuegos y los pequeños pueblos en derredor de la vasta bahía de Jagua.
Luego relata que en la casa habitaba por entonces una anciana pareja que en sus días felices trabajó “en el ‘Caracas’, la celebrada hacienda azucarera de la familia Terry al norte de Cienfuegos”. A cambio de cuidar los enseres del edificio los descendientes del magnate venezolano-cubano le permitían vivir gratis en tres aireadas habitaciones del piso bajo.
El acceso a la oficina estaba franqueado por un par de gruesas puertas, tachonadas en cobre, sobre las que llamó su atención una aldaba en forma de mano femenina.
Roland T. Ely experimentó al sensación de ser “el Rip Van Winkle cubano” al descubrirse protagonista en aquella especie de viaje en la máquina del tiempo.
“Escupideras chinas ya agrietadas se mantienen aún al lado de los sillones con espaldar de junco. Las delicadas balanzas de bronce, diseñadas para pesar oro, reposan inmóviles bajo su cristal protector y su cubierta de caoba. Resaltando sobre la pared sur hay una enorme caja de caudales de hierro, una Salamander hecha en Nueva York durante los años cincuenta. El escritorio del cajero y una oficina de correos en miniatura para archivar la correspondencia que llegaba de tres continentes, pueden también encontrarse en la misma posición que ocuparon hace un siglo. El mismo Don Tomás aún supervisa el local, desde un grabado en acero que cuelga sobre la pared este. Sólo Yrizar y los empleados menores, encaramados ante los enormes libros de cuentas encuadernados en piel, serían necesarios para completar el cuadro tal como era en los tiempos de Terry”.

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