lunes, 2 de junio de 2008

Jack Johnsonen Cienfuegos: Rumbo a la componenda del siglo

El atraque en muelle cienfueguero del pailebot de bandera estadounidense Henry E. Kreger, a las diez y media de la mañana del sábado 21 de febrero de 1915, permanecería en el anonimato de los registros aduanales del entonces muy activo puerto de Jagua, si por su escala no hubiera bajado a tierra Jack Johnson, el primer boxeador negro campeón mundial de peso pesado.
La noticia reseñada por el periódico El Comercio en la página cuarta de su edición dominical apunta que el transporte de 991 toneladas netas al mando del capitán Mr. I.W. Colbeth, procedía de Las Barbadas, donde el Gigante de Galveston lo había fletado por cinco mil dólares.
Rafael Siverio, segundo jefe de inspectores de la aduana de Cienfuegos, tuvo la gentileza de trasladar en la lancha Candita, al servicio de la institución arancelaria, a un reporter del periódico quien logró una breve entrevista a bordo con el hombre que ostentaba la corona mundial heavyweight desde 1908.
Por aquellos años de guerra en el Mundo y Revolución en México el negro de 97 kilos de músculos empaquetados en un metro 85 acaparaba casi tantos cintillos de prensa como las contiendas bélicas. Por tres sencillas razones: había apaleado a los blancos Tommy Burns (campeón defensor canadiense) en Sydney -1908 y Jim Jeffries (compatriota retador), en Reno, Nevada -1910; cometió la osadía de romper un tabú estadounidense al casarse con la anglosajona Etta Duryea y tras el suicidio de esta, flirtear con su también caucásica secretaria Lucille Cameron. Demasiadas afrentas para el puritanismo del país gigante con pies morales de barro.
El juez Kenesaw Mountain Landis, quien luego sería Comisionado de Béisbol de las Grandes Ligas, condenó a Johnson a un año de cárcel y multa de mil dólares por violar la Ley Mann que prohibía el movimiento de mujeres a través de los estados con “propósitos inmorales”.
Aunque apeló la sentencia y se casó con su asistente, por si las moscas el peso completo abandonó el país. Cuando puso proa a Cienfuegos desde una isla de las Indias Occidentales ya habían desandado caminos de Canadá. México y Francia.
Al enviado de El Comercio le comentó sobre la imposibilidad de ser extraditado de Cuba porque la trata de blancas, el delito del cual se le acusaba en Estados Unidos, no figuraba en el convenio en esa materia entre La Habana y Washington.
Que no sabía si ofrecería algún match en escenario habanero aunque había recibido proposición al respecto del manager que regenteaba el parque del Maine. En caso de presentarse la oportunidad estaba dispuesto a defender la corona superpesada en la mexicana Ciudad Juárez.
Por aquella época la firma de los reporteros al pie de sus artículos era un ave rara en la prensa cubana. Pero aquel informador anónimo dio cuenta del desembarco de J.J. y su comitiva, quienes le acompañaron a las oficinas de Inmigración.
En la Aduana pagó 37.90 dólares por el derecho de unas cintas cinematográficas que llevaba consigo. Aquellos rollos de celuloide serían entonces como estuches de DVD o jueguitos de Play Station hoy. Lo que estaba de moda tras el invento genial de los Lumiere, 20 años antes.
Lucille Cameron, una gringa de grupas artesanales y rostro de ángel conspirador, debió conmocionar a la población masculina mientras pisaba los adoquines de estas calles rectas. De los 23 bultos que desembarcó su consorte, dos eran baúles repletos de sombreros elegantes para cubrir del sol tropical la cabellera rubia de la ex secretaria.
Esa misma noche los Johnson y compañía tomaron el tren rápido rumbo a la capital isleña. Cienfuegos quedaría en la historia del boxeo profesional como el punto de partida de la que en vez de pelea, sería la componenda del siglo.
Aconteció la tarde habanera del domingo cinco de abril del propio año 15. En un ring montado en el Hipódromo Oriental Park de Marianao, el negro John Arthur Johnson expuso la faja frente a Jess Willard, un tipo de 33 años de edad que sólo llevaba tres entre las cuerdas.
Como la Gran Esperanza Blanca había bautizado la prensa amarillista norteña al campesino de Kansas, de más de dos metros y 109 kilos, llegado a La Habana desde mediados de marzo con la encomienda de derrotar a como diera lugar a quien de niño fuera lavador de platos en Galveston, Texas.
La pelea fue pactada a 45 rounds, tres horas traducida en tiempo. Su desenlace es muy conocido en los corrillos deportivos cubanos. El campeón dominaba a la altura del décimo asalto cuando los espectadores vieron al promotor Jack Curley acercarse a su esquina y susurrarle algo al oído.
Terminado el asalto número 25 hubo intercambio de señas entre Johnson y Lucille, que asistía a la pelea desde una primera fila y en ese momento se retiró de la instalación hípica.
Al siguiente round la guardia del titular dejó abierta una brecha por donde se coló un derechazo del retador que lo tiró al encerado.
La escena captada por la cámara oculta del cineasta Enrique Díaz Quesada, considerado el padre de la cinematografía cubana, mostraría para la posteridad una mano enguantada de J.J. cubriéndose el sol de la primavera habanera mientras escuchaba la cuenta regresiva de los dígitos fatales. Por lo menos le había evitado a la bella Cameron el espectáculo de ver su ebánica anatomía en un plano horizontal que no fuera el del lecho.
El derechazo del “guajiro” Willard le había abierto las puertas del regreso a Chicago, y de paso metido 30 mil dólares en el bolsillo de su short blanco.

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