Si el dramaturgo español Jacinto Benavente llegó a Cienfuegos en el mismo año de su Premio Nobel de Literatura, 1922, la poetisa chilena Gabriela Mistral dejó sus huellas en esta ciudad casi tres lustros antes de que en su persona Latinoamérica accediera por primera vez a la fastuosa ceremonia de Estocolmo.
El año de 1931 estaba casi en su Ecuador cuando la autora de Sonetos de la muerte y Desolación, dejó alelado el auditorio de maestros y liceístas que repletaba el cine Luisa con su conferencia “La lengua de Martí”.
Un cronista local reconocería al día siguiente -30 de junio- los valores de aquella disertación que, de estar de moda entonces la palabreja, si podía calificarse de magistral, como tantas de nuestros días, meras charlas cargadas de didactismo o propias para neófitos entusiastas.
En la tribuna cedida por el Ateneo de Cienfuegos el verbo de la escritora que prefería ser reconocida como maestra rural dibujó el Martí más humano posible. Como si la bajara de su pedestal en la antigua Plaza Mayor. Y todo el tiempo como si le hablara a un grupo de sus primeros alumnos en la Escuela de la Compañía Baja en La Serena, cuando apenas era una quinceañera y aún respondía por el extenso nombre de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayata.
De verdaderamente original calificó el estilo literario del padre del Ismaelillo, oportunos y justificados los neologismos, pulcra la sintaxis, limpio y puro el léxico abrillantado por el fondo expresivo y portentoso de sus ideas.
“No estuve en su fiesta, pero a través de las lecturas me compenetré con su palabra de oro de 48 kilates, que no tenía las iras de los tribunos fogosos y deslumbrantes a fuerza de elevar el tono, sino la frase persuasiva del evangelista, del guiador de multitudes… Martí convencía, no epataba. Atraía con su verbo sin igual, no lanzaba al espacio pirotecnias artificiales”, reseñó la gracia de aquel orfebre del vocablo en castellano.
Acerca del hombre político que ganaría grados de Apóstol, apuntó que como tal “hacía su guerra diferente a todo el mundo. Su guerra era casi paradójica. Recurrió a ella por una necesidad extrema, pero lejos de predicar la barbarie en la tragedia del exterminio, guiaba a las masas a levantar una montaña de esfuerzos para hacer comprender al opresor que ellos tenían el derecho y había que hacerles justicia”.
“En fin, dijo de Martí lo que sinceramente nunca oímos nunca que alguien dijera”, reconoció la reseña periodística.
Tras cenar con un grupo de pedagogas perlasureñas en el roof del hotel San Carlos, donde se hospedaba, las obsequió con otra conferencia privada hasta la medianoche. El tema fue el autodidactismo. Temprano en la mañana del siguiente día tomó el tren a La Habana.
Pasarían siete años y medio para que la Mistral adornara de nuevo otra sociedad cienfueguera con las galas de su palabra, de lento acento andino. Esta vez le correspondió el honor al Lyceum Femenino, que la noche del 12 de diciembre de 1938 le abrió las puertas de su sede social, inaugurada el 13 de mayo de 1933 en la esquina de Prado y Santa Clara.
Homenaje a Gabriela Mistral, la más grande mujer de América, estimulaba el programa del acto en el cual la poetisa aludió a su propia creación literaria. El festejo incluyó a la Banda Municipal en la interpretación de los himnos nacionales de Cuba y Chile y jovencitas cienfuegueras que cantaron y declamaron los versos de quien conjugó en su inmortal seudónimo los nombres de sus paradigmas poéticos, el italiano Grabiele D’Annunzio y el francés Frédéric Mistral.
“Linda paciencia la de ustedes al escucharme por tan largo rato (hora y media) sin cansarme. Pasen todos buenas noches y reciban mis gracias más cariñosas”, se despidió del auditorio feminista. Un día después enrumbó hacia la “silente y vetusta Trinidad”, al decir del más cotizado cronista social del momento.
Pero antes, en el preámbulo de la cena, Zoila Rosa López de Rumbaut logró entrevistarla para La Correspondencia. Por aquellas declaraciones publicadas seis días más tarde sabemos de la religiosidad de la maestra-escritora: “Cristiana y casi católica, pero sin odios a las demás formas de creencias, con tal de que sean sinceras y ayuden a la purificación del mundo”. También de género favorito y escuela poética: “Tal vez la poesía de niños, luego la folclórica. Los clásicos y por contraste lo popular. Leo con interés lo que hacen los mozos”.
Sobre sistemas más útiles en materia escolar optó por el de Drecoly, “pero tenemos que crear ¡por fin! una escuela latinoamericana”. Su filiación política entretejía algunas ideas de la izquierda con otras tradicionalistas y a su gusto un gobierno ideal debía sustentarse sobre la base de los Gremios Medievales Reformados.
Cuando las primeras planas de los diarios cienfuegueros del 10 de enero de 1957 mencionaron a la Premio Nobel de 1945 fue para referirse al hecho de la pérdida irreparable que acaban de sufrir las letras latinoamericanas. Esa madrugada, a las 4:17 para un diario, 28 minutos más tarde según el otro, las fuerzas malignas del cáncer detuvieron para siempre el corazón de la lírica chilena en el hospital de Hempstead, Long Island, Nueva York.
domingo, 13 de diciembre de 2009
Las horas cienfuegueras de Gabriela Mistral
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viernes, 4 de diciembre de 2009
Quinta La Palma: Un vergel en las nieblas de la nostalgia
Lástima que la quinta La Palma sólo exista en unas centenarias fotos y quizá en la memoria de alguien muy pero muy viejo.
Porque de pervivir, aquel vergel al borde del camino hacia El Junco le daría tantos kilates a la Perla como la bahía, la fortaleza, el paseo más largo o los atardeceres que se pintan únicos más allá de las rojas tierras de Juraguá.
Aquel jardín botánico en miniatura fue obra de la pasión del cienfueguero Emilio Fernández Cavada y Houard, el hermano mayor de los generales mambises y mártires de la Independencia, Federico y Adolfo.
A diferencia de quienes también habitaron luego el vientre de doña Emilie Houard, Emilio dedicó sus existencia a los negocios, en lo fundamental azucareros, y compartió su amores entre su ciudad natal y Filadelfia, cuna de su progenitora.
Poco después que el santanderino de 36 años Isidoro Fernández Cavada y Díaz de la Campa la dejara viuda en Cienfuegos el 5 de mayo de 1838, la madre partió con los tres críos hacia Filadelfia. En la capital del estado de Pennsylvania volvería a casarse, con el banquero Samuel Dutton, y allí esperó por la muerte en 1904, a sus 98 años. Era la hija de Louis Houard y Margilly, un francés de Verdonet que en 1826 se desempeñó como el primer comisario de policía en la Colonia Fernandina de Jagua.
Ciudadanos estadounidenses en virtud del origen de Emilie Houard, Federico y Adolfo cruzaron armas del lado federal en la Guerra de Secesión del país norteño (1861-65), y en el período anterior a febrero del 69 cuando formaron parte del alzamiento con que los villareños secundaron a Céspedes, ocuparon cargos en el servicio consular de los Estados Unidos. El primero en Trinidad de Cuba, como se decía entonces, y el segundo en su villa natal.
Aunque Emilio no empuñó el machete libertador, la historia registra su generosidad económica en auxilio de las expediciones que venían a la Isla a pertrechar al ejército mambí.
Mientras, el primogénito de Isidoro Fernández Cavada formaba familia en 1857 con doña Inés Suárez del Villar, hija de una reputada familia cienfueguera. Por esa época adquirió los terrenos donde fomentaría la quinta La Palma. Y cuenta la crónica local que en 1862, a solicitud del gobernador Don José de la Pezuela, trajo los dos leones de mármol que hoy custodian la entrada del parque Martí, primeras esculturas en el mobiliario urbano de la villa de Cienfuegos.
A la muerte de su madre, Don Emilio, cuya luenga barba blanca le confería ya imagen de patriarca venerado, liquidó sus negocios en Filadelfia y se asentó definitivamente en Cienfuegos, donde terminaría sus días el primero de septiembre de 1914. Las notas necrológicas de los diarios perlasureños resaltaron su condición de miembro corresponsal de la Real Academia de Floricultura de Londres.
Su última década de existencia lo encontró dedicado al fomento y conservación de las especies de la flora y la fauna que atesoraba La Palma, labor en la que lo auxilió el cuarto de sus seis hijos, quien además llevaba su nombre.
En el año 2007, en ocasión del siglo y medio del casamiento de Don Emilio y Doña Inés, Fernando Fernández Cavada y París, conde de la Vega del Pozo, publicó un folleto profusamente ilustrado con fotos tomadas en 1907 al celebrarse las Bodas de Oro de sus bisabuelos.
La muestra gráfica recoge para siempre la existencia de aquel reino de la clorofila, que fiel a su nombre llegó a atesorar una colección de 225 especies de palmeras, una de las cuales de presunto origen en Madagascar recibió el nombre de Cabada (sic).
Una casona de dos niveles, con balcón de madera en el segundo y techumbre de tejas, era el núcleo de la quinta. Una planta sembrada dentro de un enorme macetero de hierro traído de Estados Unidos marcaba el inicio de la vía de acceso a la propiedad desde el camino viejo de El Junco.
La represa donde nadaban en democracia aristocráticos cisnes y criollos patos, más gansos y flamencos, parecía un paisaje clonado del mismísimo Paraíso. Tendidos sobre el estanque había varios puentecillos de madera, y aledaña al espejo de agua se levantaba la casa de baños, una piscina techada sobre al cual se derramaba una cascada. Kioscos, pérgolas y jaulas para animales exóticos complementaban la escenografía del oasis.
Aunque pasaba largas temporadas en la quinta, la residencia oficial de la familia era la casona de la calle San Fernando, número 156, donde desde hace varias décadas radica el restaurante La Verja. En ese lugar, donado a Louis Houard por el fundador De Clouet, Isidoro Fernández Cavada levantó el primer hogar de la familia. Allí, en la vivienda luego reformada por él, velaron el cuerpo de Don Emilio, quien según la prensa falleció en la casa veraniega que también tenía, en Punta Gorda.
Doña Inés sobrevivió a su esposo hasta 1926. A su muerte los hijos no lograron ponerse de acuerdo sobre el destino de La Palma. La opción de donarla a la Universidad de Pennsylvania, defendida por Emilio y Fernando, no logró prosperar. Finalmente fue repartida entre los cuatro herederos varones. Aquella partición testamentaria fue el principio del fin.
Durante sus años de esplendor la quinta hospedó entre otras celebridades al gobernador militar yanqui Leonard Word (1899-1902), a sus compatriotas el millonario John Jacob Astor, luego fallecido en la catástrofe del Titanic, y Ransom E. Olds, fundador de la Compañía Oldsmobile. También durmieron allí la actriz inglesa Dame Ellen Terry y Adelina Patti, considerada la mejor soprano del mundo.
El único vestigio de La Palma que permanece en pie es El Fuerte, edificación militar en forma de cilindro que preside una pequeña ondulación del terreno a la vera del camino hacia El Junco. Desde una de sus aspilleras quién sabe si el espíritu del patriarca de luenga barba aún otee las nieblas de la nostalgia.
Porque de pervivir, aquel vergel al borde del camino hacia El Junco le daría tantos kilates a la Perla como la bahía, la fortaleza, el paseo más largo o los atardeceres que se pintan únicos más allá de las rojas tierras de Juraguá.
Aquel jardín botánico en miniatura fue obra de la pasión del cienfueguero Emilio Fernández Cavada y Houard, el hermano mayor de los generales mambises y mártires de la Independencia, Federico y Adolfo.
A diferencia de quienes también habitaron luego el vientre de doña Emilie Houard, Emilio dedicó sus existencia a los negocios, en lo fundamental azucareros, y compartió su amores entre su ciudad natal y Filadelfia, cuna de su progenitora.
Poco después que el santanderino de 36 años Isidoro Fernández Cavada y Díaz de la Campa la dejara viuda en Cienfuegos el 5 de mayo de 1838, la madre partió con los tres críos hacia Filadelfia. En la capital del estado de Pennsylvania volvería a casarse, con el banquero Samuel Dutton, y allí esperó por la muerte en 1904, a sus 98 años. Era la hija de Louis Houard y Margilly, un francés de Verdonet que en 1826 se desempeñó como el primer comisario de policía en la Colonia Fernandina de Jagua.
Ciudadanos estadounidenses en virtud del origen de Emilie Houard, Federico y Adolfo cruzaron armas del lado federal en la Guerra de Secesión del país norteño (1861-65), y en el período anterior a febrero del 69 cuando formaron parte del alzamiento con que los villareños secundaron a Céspedes, ocuparon cargos en el servicio consular de los Estados Unidos. El primero en Trinidad de Cuba, como se decía entonces, y el segundo en su villa natal.
Aunque Emilio no empuñó el machete libertador, la historia registra su generosidad económica en auxilio de las expediciones que venían a la Isla a pertrechar al ejército mambí.
Mientras, el primogénito de Isidoro Fernández Cavada formaba familia en 1857 con doña Inés Suárez del Villar, hija de una reputada familia cienfueguera. Por esa época adquirió los terrenos donde fomentaría la quinta La Palma. Y cuenta la crónica local que en 1862, a solicitud del gobernador Don José de la Pezuela, trajo los dos leones de mármol que hoy custodian la entrada del parque Martí, primeras esculturas en el mobiliario urbano de la villa de Cienfuegos.
A la muerte de su madre, Don Emilio, cuya luenga barba blanca le confería ya imagen de patriarca venerado, liquidó sus negocios en Filadelfia y se asentó definitivamente en Cienfuegos, donde terminaría sus días el primero de septiembre de 1914. Las notas necrológicas de los diarios perlasureños resaltaron su condición de miembro corresponsal de la Real Academia de Floricultura de Londres.
Su última década de existencia lo encontró dedicado al fomento y conservación de las especies de la flora y la fauna que atesoraba La Palma, labor en la que lo auxilió el cuarto de sus seis hijos, quien además llevaba su nombre.
En el año 2007, en ocasión del siglo y medio del casamiento de Don Emilio y Doña Inés, Fernando Fernández Cavada y París, conde de la Vega del Pozo, publicó un folleto profusamente ilustrado con fotos tomadas en 1907 al celebrarse las Bodas de Oro de sus bisabuelos.
La muestra gráfica recoge para siempre la existencia de aquel reino de la clorofila, que fiel a su nombre llegó a atesorar una colección de 225 especies de palmeras, una de las cuales de presunto origen en Madagascar recibió el nombre de Cabada (sic).
Una casona de dos niveles, con balcón de madera en el segundo y techumbre de tejas, era el núcleo de la quinta. Una planta sembrada dentro de un enorme macetero de hierro traído de Estados Unidos marcaba el inicio de la vía de acceso a la propiedad desde el camino viejo de El Junco.
La represa donde nadaban en democracia aristocráticos cisnes y criollos patos, más gansos y flamencos, parecía un paisaje clonado del mismísimo Paraíso. Tendidos sobre el estanque había varios puentecillos de madera, y aledaña al espejo de agua se levantaba la casa de baños, una piscina techada sobre al cual se derramaba una cascada. Kioscos, pérgolas y jaulas para animales exóticos complementaban la escenografía del oasis.
Aunque pasaba largas temporadas en la quinta, la residencia oficial de la familia era la casona de la calle San Fernando, número 156, donde desde hace varias décadas radica el restaurante La Verja. En ese lugar, donado a Louis Houard por el fundador De Clouet, Isidoro Fernández Cavada levantó el primer hogar de la familia. Allí, en la vivienda luego reformada por él, velaron el cuerpo de Don Emilio, quien según la prensa falleció en la casa veraniega que también tenía, en Punta Gorda.
Doña Inés sobrevivió a su esposo hasta 1926. A su muerte los hijos no lograron ponerse de acuerdo sobre el destino de La Palma. La opción de donarla a la Universidad de Pennsylvania, defendida por Emilio y Fernando, no logró prosperar. Finalmente fue repartida entre los cuatro herederos varones. Aquella partición testamentaria fue el principio del fin.
Durante sus años de esplendor la quinta hospedó entre otras celebridades al gobernador militar yanqui Leonard Word (1899-1902), a sus compatriotas el millonario John Jacob Astor, luego fallecido en la catástrofe del Titanic, y Ransom E. Olds, fundador de la Compañía Oldsmobile. También durmieron allí la actriz inglesa Dame Ellen Terry y Adelina Patti, considerada la mejor soprano del mundo.
El único vestigio de La Palma que permanece en pie es El Fuerte, edificación militar en forma de cilindro que preside una pequeña ondulación del terreno a la vera del camino hacia El Junco. Desde una de sus aspilleras quién sabe si el espíritu del patriarca de luenga barba aún otee las nieblas de la nostalgia.
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