martes, 8 de abril de 2008

Naufragio en Punta del Diablo

A MEDIA TARDE DEL SÁBADO 5 DE MARZO de 1932 mientras los vientos de Cuaresma soplaban sobre la geografía de Cayo Guano, Pepín Riaño hizo señales para que se acercara a una embarcación que cruzaba por aquellas latitudes caribeñas.
El bote motor Feliciano regresaba al puerto de Cienfuegos con sus viveros cargados de buena pesca tras faenar más allá de la plataforma. Su patrón, el español Jaime Comas, enfiló hacia el islote marcado por la verticalidad del faro de Obras Públicas, desde cuyo pequeño muelle un hombre le hacía señas al destino.
A las cuatro en punto la embarcación de 28 pies de eslora y nueve de manga puso proa a la isla grande. A la carga de la escama pescada por el patrón, su hijo Antonio y el viejo lobo de mar Francisco Pertierra, se sumaron la señora Teresa López Armenteros y cinco de sus hijos, casi seis.
Desde la costa de seboruco José Riaño Fraile, natural de la Casablanca habanera y con la edad de Cristo, segundo torrero del faro por más señas, agitó varias veces la mano derecha, la clásica señal de las despedidas. Allí permaneció hasta que la silueta blanca y verde oscura del Feliciano se hizo un punto imaginario en el horizonte, infladas las velas por los aires cuaresmales que le batían de popa.
A sus 47 años, con tanto salitre impregnado en la curtida piel, Jaime Comas agradecía que Santos Jiménez, comerciante de pescado en Cienfuegos, hubiera puesto a sus órdenes aquella barca tan marinera estrenada en el invierno de 1927. Para cuando los vientos se hacían de rogar ahí estaba el motor Rigal de siete caballos de fuerza.
Hacia el atardecer, dejadas atrás más de la mitad de las 42 millas náuticas que separan la ínsula-fanal de la ciudad más próspera de la costa sur cubana, la navegación comenzó a resultar asmática para el Feliciano y su patrón a lamentar la hora en que aceptó embarcar a la familia del segundo farero de Cayo Guano.
Los vientos ya eran de brisote cuando la entrenada vista de los marinos divisó a las ocho de la noche el primer destello del faro de Villanueva, linterna que guía a los barcos a enfilar hacia el cañón de entrada a la bahía de Jagua. Navegmos a siete millas de la costa de Las Coloradas, marcó Comas el derrotero en la más marinera de sus neuronas. Un mal presagio vino a la mente del piloto español cuando comprobó que la ribera más cercana a la quilla del Feliciano era la Punta del Diablo.
El motor Rigal fue incapaz de poner a halar siquiera a uno de los siete caballos y las velas se hicieron un amasijo de telas ingobernables. El terror también tomó pasaje sobre la cubierta poblada de llantos infantiles, angustia materna y blasfemias de la marinería.
Un gran golpe de mar completó el inventario de la mala suerte. El Feliciano dio una vuelta de campana.
Los periódicos de Cienfuegos no tenían ediciones dominicales aquel penúltimo año de machadato. El lunes 7 los voceadores desperdigaron los cintillos de la muerte por toda la ciudad. “Tras de cinco días de no comer, la familia del torrero de Cayo Guano, pereció ahogada”, encabezó El Comercio a cinco columnas mientras atentaba contra el buen arte del titulaje. La Correspondencia exhibió con similar destaque un mejor desempeño de su titulista: “La Trágica Muerte de 7 personas frente a Punta del Diablo”. Agregaba en su bajante el diario de San Carlos, 129 que la familia del farero Riaño, acosada por el hambre, decidió venir a Cienfuegos en busca de alimentos.
El joven Comas y el viejo Pertierra lograron escapar a la encerrona y tras horas de romperse los pies entre seborucos y dientes de perro llevaron el aviso de la desgracia hasta el Castillo de Jagua, a media madrugada del domingo. De inmediato y de forma espontánea comenzó la operación solidaria de rescate de las víctimas del Feliciano, que se daría por finalizada el jueves sin poder encontrar los restos de Raúl y Felina Riaño López, criaturas de once y cinco años, respectivamente.
Los primeros cuerpos hallados por los socorristas fueron los de la madre de la prole, embarazada si nos atenemos a una versión periodística, y el pequeño Rigoberto, de siete años. Sucesivos hallazgos permitieron darle cristiana tumba a sus hermanos Georgina (12) y Rafael (9). Pepín Riaño sólo podría compartir su dolor con Alfredo (13), el primogénito, acogido en el hogar cienfueguero del señor Manuel Hernández, director de la Escuela Superior de Varones.
En próximas ediciones los diarios dieron otras versiones ajenas al hambre como causa del fatídico embarque de los Riaño.López a bordo del último viaje de Feliciano. Detalles horripilantes del estado en que fueron encontrados algunos de los cadáveres y de la participación en la búsqueda de decenas de pescadores, entre los cuales destacaban Lico Fonseca, su hermano Juan, el popular Melón y varios japoneses anónimos, abundaban en las crónicas del desastre, comparado por el reporter Alfredo Hernández D’Cerice en las páginas de La Correspondencia con los de la Juana Mercedes, El Ligero y el bote de los Peloteros. Pero esas serán historias para otra ocasión. Si no naufragaron también.

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