Cuentan que dos poetas remaban un barquichuelo frente al Cienfuegos Nautic Club un atardecer de primavera de 1930, cuando ante la fugaz aparición de una mulata escultural el dejo andaluz de uno de los bogadores cinceló en verso libre la aparición de aquella Afrodita tropical.
Esa linda muchacha tiene la piel de magnolia seca. Federico García Lorca le disparó la metáfora a quemarropa a su par cienfueguero, Pedro López Dorticós, sin reparar que acababa de escribir sobre las mansas aguas de la bahía el testimonio más lírico, y memorable a pesar de la intimidad, de sus dos visitas a la ciudad.
Porque sin haberlo anunciado en un verso antológico, sin sugerir siquiera “iré a Cienfuegos en un coche de aguas verdiazules”, el poeta gitano la incluyó en la geografía de sus amores cubanos, en un mapa donde a saber están marcadas La Habana, Pinar del Río, Viñales, la loma de Los Jazmines, Varadero, el valle yumurino, Caibarién y por supuesto, Santiago.
El hecho de que su condiscípulo Francisco Campos Aravaca fuera a la sazón el cónsul español en la Perla del Sur y los empeños de López Dorticós, vicepresidente de la filial de la Institución Hispano Cubana de Cultura y cabeza del Ateneo, cruzaron los destinos de Cienfuegos y el hijo predilecto de Fuente Vaqueros en dos fechas registradas con tinta indeleble en los anales de la cultura local: 8 de abril y 5 de junio de 1930.
Quien se empeñe en destrozar el misterio de la poesía habrá traducido ya coche de aguas negras en locomotora activada por carbón de piedra, el medio de transporte por excelencia de una isla entonces azucarera y siempre estrecha. De manera que el romanceador de Granada llegó hasta aquí en carruaje similar al de la travesía rematada en la capital de Oriente.
Aunque para ser fiel al culto del detalle sea preciso apuntar que el primer desembarco lorquiano no tuvo lugar en la estación ferroviaria de la calle Gloria, sino en la de Palmira. Hasta el andén del cercano pueblo fue a recibirlo una comisión integrada entre otros por sus anfitriones López Dorticós y Paquito el cónsul, quienes se adelantaron por minutos a otros bienvenidores y lo trajeron en auto hasta el puerto de Jagua.
Como lo hacía en cada etapa de su gira cubana Federico vino aquí a dictar conferencias. La del 8 de abril tuvo por sede el Casino Español y como auditorio a un selecto público de aquella sociedad, más la Hispano Cubana, el Ateneo y el Liceo.
Para la del 5 de junio, cumpleaños 32 del bardo, el Ateneo democratizó la cultura al ofrecer acceso gratuito al teatro Luisa, escenario de la disertación sobre “La mecánica de la poesía”. Resulta curioso que ese tema figuró en los anuncios de los diarios para la primera presentación, pero entonces Lorca prefirió exaltar la obra poética de su inmortal compatriota Luis de Góngora.
La nueva lírica en castellano, la vanguardista de la Generación del 27 de la cual era Federico su voz más alta, protagonizó un encontronazo en los predios de la crítica literaria municipal con los defensores a ultranza de la expresión poética acunada en el Siglo de Oro español.
En las amarillentas y apolilladas páginas culturales de la época aún parecen cruzar lanzas Rafael Pérez Morales, eximio dibujante a la vez, y el poeta, periodista y obrero gráfico canario Saturnino Tejera.
Del primero son estas loas a la vez que crónica: “Otra vez aterrizó Lorca entre nosotros. Su trimotor poderoso conmovió la quietud provinciana, levantando un torbellino de hojas en fuga y polvo amarillo. (…) Equipaje: una maleta con una Biblia y una cruz. Y sin sombrero, porque se lo tiró al paisaje más bello del camino. Durante la breve escala se ha reído –con su risa deliciosamente afónica- de los amigos de Marta cuando tomaba champagne junto a la bañadera. (…) En su raid por Cuba se ha saturado de palmeras y de azul. El son oriental le ha emborrachado de ritmos. La mulata criolla le ha hecho zozobrar en un oleaje de curvas”.
Mientras Saturnino, quien firmaba como Tinerfe su columna Pequeños comentarios, “publicaba una nota discordante con el entusiasmado ambiente pueblerino, un artículo de tono abiertamente discrepante”.
La brevedad de las estadías cienfuegueras no le impidieron conocer sus hitos sociales y paisajísticos: el Sanatorio de la Colonia Española, el Castillo de Jagua, el Yatch Club y el roof garden del hotel San Carlos, azotea de la ciudad y escenario de una cena de despedida.
Leyenda al fin, Federico puede aparecérsele todavía a cualquier cienfueguero hecho a las nostalgias y cultor de la mejor poesía escrita en castellano. Quien tenga ojos para ver los queridos espectros del pasado a lo mejor lo avista en el salón principal del Yatch, mientras le saca al piano unos aires andaluces y una nana folclórica, o sentado en la pasarela sobre las aguas, con un tablero encima de las piernas, mientras dibuja y escribe.
Florentino Morales, quien me ahorró varias horas de investigación para alzar esta columna, comentó hace 34 años en la santaclareña revista Signos el pesar que le atormentaba por la pérdida de algunas fichas con poemas de Federico publicados en la prensa local y luego ausentes en sus Obras Completas editadas por la Casa Aguilar.
Existía para Floren la posibilidad de que aquellas rimas escurridizas hubieran sido escritas en la pasarela del CYC. La bahía de telón de fondo, las alas de una gaviota dibujando la sorpresa, y una muchacha con piel de magnolias secas disfrazada de musa.
miércoles, 27 de enero de 2010
Muchacha con piel de magnolia seca (Los días cienfuegueros de Federico García Lorca)
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