Si el dramaturgo español Jacinto Benavente llegó a Cienfuegos en el mismo año de su Premio Nobel de Literatura, 1922, la poetisa chilena Gabriela Mistral dejó sus huellas en esta ciudad casi tres lustros antes de que en su persona Latinoamérica accediera por primera vez a la fastuosa ceremonia de Estocolmo.
El año de 1931 estaba casi en su Ecuador cuando la autora de Sonetos de la muerte y Desolación, dejó alelado el auditorio de maestros y liceístas que repletaba el cine Luisa con su conferencia “La lengua de Martí”.
Un cronista local reconocería al día siguiente -30 de junio- los valores de aquella disertación que, de estar de moda entonces la palabreja, si podía calificarse de magistral, como tantas de nuestros días, meras charlas cargadas de didactismo o propias para neófitos entusiastas.
En la tribuna cedida por el Ateneo de Cienfuegos el verbo de la escritora que prefería ser reconocida como maestra rural dibujó el Martí más humano posible. Como si la bajara de su pedestal en la antigua Plaza Mayor. Y todo el tiempo como si le hablara a un grupo de sus primeros alumnos en la Escuela de la Compañía Baja en La Serena, cuando apenas era una quinceañera y aún respondía por el extenso nombre de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayata.
De verdaderamente original calificó el estilo literario del padre del Ismaelillo, oportunos y justificados los neologismos, pulcra la sintaxis, limpio y puro el léxico abrillantado por el fondo expresivo y portentoso de sus ideas.
“No estuve en su fiesta, pero a través de las lecturas me compenetré con su palabra de oro de 48 kilates, que no tenía las iras de los tribunos fogosos y deslumbrantes a fuerza de elevar el tono, sino la frase persuasiva del evangelista, del guiador de multitudes… Martí convencía, no epataba. Atraía con su verbo sin igual, no lanzaba al espacio pirotecnias artificiales”, reseñó la gracia de aquel orfebre del vocablo en castellano.
Acerca del hombre político que ganaría grados de Apóstol, apuntó que como tal “hacía su guerra diferente a todo el mundo. Su guerra era casi paradójica. Recurrió a ella por una necesidad extrema, pero lejos de predicar la barbarie en la tragedia del exterminio, guiaba a las masas a levantar una montaña de esfuerzos para hacer comprender al opresor que ellos tenían el derecho y había que hacerles justicia”.
“En fin, dijo de Martí lo que sinceramente nunca oímos nunca que alguien dijera”, reconoció la reseña periodística.
Tras cenar con un grupo de pedagogas perlasureñas en el roof del hotel San Carlos, donde se hospedaba, las obsequió con otra conferencia privada hasta la medianoche. El tema fue el autodidactismo. Temprano en la mañana del siguiente día tomó el tren a La Habana.
Pasarían siete años y medio para que la Mistral adornara de nuevo otra sociedad cienfueguera con las galas de su palabra, de lento acento andino. Esta vez le correspondió el honor al Lyceum Femenino, que la noche del 12 de diciembre de 1938 le abrió las puertas de su sede social, inaugurada el 13 de mayo de 1933 en la esquina de Prado y Santa Clara.
Homenaje a Gabriela Mistral, la más grande mujer de América, estimulaba el programa del acto en el cual la poetisa aludió a su propia creación literaria. El festejo incluyó a la Banda Municipal en la interpretación de los himnos nacionales de Cuba y Chile y jovencitas cienfuegueras que cantaron y declamaron los versos de quien conjugó en su inmortal seudónimo los nombres de sus paradigmas poéticos, el italiano Grabiele D’Annunzio y el francés Frédéric Mistral.
“Linda paciencia la de ustedes al escucharme por tan largo rato (hora y media) sin cansarme. Pasen todos buenas noches y reciban mis gracias más cariñosas”, se despidió del auditorio feminista. Un día después enrumbó hacia la “silente y vetusta Trinidad”, al decir del más cotizado cronista social del momento.
Pero antes, en el preámbulo de la cena, Zoila Rosa López de Rumbaut logró entrevistarla para La Correspondencia. Por aquellas declaraciones publicadas seis días más tarde sabemos de la religiosidad de la maestra-escritora: “Cristiana y casi católica, pero sin odios a las demás formas de creencias, con tal de que sean sinceras y ayuden a la purificación del mundo”. También de género favorito y escuela poética: “Tal vez la poesía de niños, luego la folclórica. Los clásicos y por contraste lo popular. Leo con interés lo que hacen los mozos”.
Sobre sistemas más útiles en materia escolar optó por el de Drecoly, “pero tenemos que crear ¡por fin! una escuela latinoamericana”. Su filiación política entretejía algunas ideas de la izquierda con otras tradicionalistas y a su gusto un gobierno ideal debía sustentarse sobre la base de los Gremios Medievales Reformados.
Cuando las primeras planas de los diarios cienfuegueros del 10 de enero de 1957 mencionaron a la Premio Nobel de 1945 fue para referirse al hecho de la pérdida irreparable que acaban de sufrir las letras latinoamericanas. Esa madrugada, a las 4:17 para un diario, 28 minutos más tarde según el otro, las fuerzas malignas del cáncer detuvieron para siempre el corazón de la lírica chilena en el hospital de Hempstead, Long Island, Nueva York.
domingo, 13 de diciembre de 2009
Las horas cienfuegueras de Gabriela Mistral
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viernes, 4 de diciembre de 2009
Quinta La Palma: Un vergel en las nieblas de la nostalgia
Lástima que la quinta La Palma sólo exista en unas centenarias fotos y quizá en la memoria de alguien muy pero muy viejo.
Porque de pervivir, aquel vergel al borde del camino hacia El Junco le daría tantos kilates a la Perla como la bahía, la fortaleza, el paseo más largo o los atardeceres que se pintan únicos más allá de las rojas tierras de Juraguá.
Aquel jardín botánico en miniatura fue obra de la pasión del cienfueguero Emilio Fernández Cavada y Houard, el hermano mayor de los generales mambises y mártires de la Independencia, Federico y Adolfo.
A diferencia de quienes también habitaron luego el vientre de doña Emilie Houard, Emilio dedicó sus existencia a los negocios, en lo fundamental azucareros, y compartió su amores entre su ciudad natal y Filadelfia, cuna de su progenitora.
Poco después que el santanderino de 36 años Isidoro Fernández Cavada y Díaz de la Campa la dejara viuda en Cienfuegos el 5 de mayo de 1838, la madre partió con los tres críos hacia Filadelfia. En la capital del estado de Pennsylvania volvería a casarse, con el banquero Samuel Dutton, y allí esperó por la muerte en 1904, a sus 98 años. Era la hija de Louis Houard y Margilly, un francés de Verdonet que en 1826 se desempeñó como el primer comisario de policía en la Colonia Fernandina de Jagua.
Ciudadanos estadounidenses en virtud del origen de Emilie Houard, Federico y Adolfo cruzaron armas del lado federal en la Guerra de Secesión del país norteño (1861-65), y en el período anterior a febrero del 69 cuando formaron parte del alzamiento con que los villareños secundaron a Céspedes, ocuparon cargos en el servicio consular de los Estados Unidos. El primero en Trinidad de Cuba, como se decía entonces, y el segundo en su villa natal.
Aunque Emilio no empuñó el machete libertador, la historia registra su generosidad económica en auxilio de las expediciones que venían a la Isla a pertrechar al ejército mambí.
Mientras, el primogénito de Isidoro Fernández Cavada formaba familia en 1857 con doña Inés Suárez del Villar, hija de una reputada familia cienfueguera. Por esa época adquirió los terrenos donde fomentaría la quinta La Palma. Y cuenta la crónica local que en 1862, a solicitud del gobernador Don José de la Pezuela, trajo los dos leones de mármol que hoy custodian la entrada del parque Martí, primeras esculturas en el mobiliario urbano de la villa de Cienfuegos.
A la muerte de su madre, Don Emilio, cuya luenga barba blanca le confería ya imagen de patriarca venerado, liquidó sus negocios en Filadelfia y se asentó definitivamente en Cienfuegos, donde terminaría sus días el primero de septiembre de 1914. Las notas necrológicas de los diarios perlasureños resaltaron su condición de miembro corresponsal de la Real Academia de Floricultura de Londres.
Su última década de existencia lo encontró dedicado al fomento y conservación de las especies de la flora y la fauna que atesoraba La Palma, labor en la que lo auxilió el cuarto de sus seis hijos, quien además llevaba su nombre.
En el año 2007, en ocasión del siglo y medio del casamiento de Don Emilio y Doña Inés, Fernando Fernández Cavada y París, conde de la Vega del Pozo, publicó un folleto profusamente ilustrado con fotos tomadas en 1907 al celebrarse las Bodas de Oro de sus bisabuelos.
La muestra gráfica recoge para siempre la existencia de aquel reino de la clorofila, que fiel a su nombre llegó a atesorar una colección de 225 especies de palmeras, una de las cuales de presunto origen en Madagascar recibió el nombre de Cabada (sic).
Una casona de dos niveles, con balcón de madera en el segundo y techumbre de tejas, era el núcleo de la quinta. Una planta sembrada dentro de un enorme macetero de hierro traído de Estados Unidos marcaba el inicio de la vía de acceso a la propiedad desde el camino viejo de El Junco.
La represa donde nadaban en democracia aristocráticos cisnes y criollos patos, más gansos y flamencos, parecía un paisaje clonado del mismísimo Paraíso. Tendidos sobre el estanque había varios puentecillos de madera, y aledaña al espejo de agua se levantaba la casa de baños, una piscina techada sobre al cual se derramaba una cascada. Kioscos, pérgolas y jaulas para animales exóticos complementaban la escenografía del oasis.
Aunque pasaba largas temporadas en la quinta, la residencia oficial de la familia era la casona de la calle San Fernando, número 156, donde desde hace varias décadas radica el restaurante La Verja. En ese lugar, donado a Louis Houard por el fundador De Clouet, Isidoro Fernández Cavada levantó el primer hogar de la familia. Allí, en la vivienda luego reformada por él, velaron el cuerpo de Don Emilio, quien según la prensa falleció en la casa veraniega que también tenía, en Punta Gorda.
Doña Inés sobrevivió a su esposo hasta 1926. A su muerte los hijos no lograron ponerse de acuerdo sobre el destino de La Palma. La opción de donarla a la Universidad de Pennsylvania, defendida por Emilio y Fernando, no logró prosperar. Finalmente fue repartida entre los cuatro herederos varones. Aquella partición testamentaria fue el principio del fin.
Durante sus años de esplendor la quinta hospedó entre otras celebridades al gobernador militar yanqui Leonard Word (1899-1902), a sus compatriotas el millonario John Jacob Astor, luego fallecido en la catástrofe del Titanic, y Ransom E. Olds, fundador de la Compañía Oldsmobile. También durmieron allí la actriz inglesa Dame Ellen Terry y Adelina Patti, considerada la mejor soprano del mundo.
El único vestigio de La Palma que permanece en pie es El Fuerte, edificación militar en forma de cilindro que preside una pequeña ondulación del terreno a la vera del camino hacia El Junco. Desde una de sus aspilleras quién sabe si el espíritu del patriarca de luenga barba aún otee las nieblas de la nostalgia.
Porque de pervivir, aquel vergel al borde del camino hacia El Junco le daría tantos kilates a la Perla como la bahía, la fortaleza, el paseo más largo o los atardeceres que se pintan únicos más allá de las rojas tierras de Juraguá.
Aquel jardín botánico en miniatura fue obra de la pasión del cienfueguero Emilio Fernández Cavada y Houard, el hermano mayor de los generales mambises y mártires de la Independencia, Federico y Adolfo.
A diferencia de quienes también habitaron luego el vientre de doña Emilie Houard, Emilio dedicó sus existencia a los negocios, en lo fundamental azucareros, y compartió su amores entre su ciudad natal y Filadelfia, cuna de su progenitora.
Poco después que el santanderino de 36 años Isidoro Fernández Cavada y Díaz de la Campa la dejara viuda en Cienfuegos el 5 de mayo de 1838, la madre partió con los tres críos hacia Filadelfia. En la capital del estado de Pennsylvania volvería a casarse, con el banquero Samuel Dutton, y allí esperó por la muerte en 1904, a sus 98 años. Era la hija de Louis Houard y Margilly, un francés de Verdonet que en 1826 se desempeñó como el primer comisario de policía en la Colonia Fernandina de Jagua.
Ciudadanos estadounidenses en virtud del origen de Emilie Houard, Federico y Adolfo cruzaron armas del lado federal en la Guerra de Secesión del país norteño (1861-65), y en el período anterior a febrero del 69 cuando formaron parte del alzamiento con que los villareños secundaron a Céspedes, ocuparon cargos en el servicio consular de los Estados Unidos. El primero en Trinidad de Cuba, como se decía entonces, y el segundo en su villa natal.
Aunque Emilio no empuñó el machete libertador, la historia registra su generosidad económica en auxilio de las expediciones que venían a la Isla a pertrechar al ejército mambí.
Mientras, el primogénito de Isidoro Fernández Cavada formaba familia en 1857 con doña Inés Suárez del Villar, hija de una reputada familia cienfueguera. Por esa época adquirió los terrenos donde fomentaría la quinta La Palma. Y cuenta la crónica local que en 1862, a solicitud del gobernador Don José de la Pezuela, trajo los dos leones de mármol que hoy custodian la entrada del parque Martí, primeras esculturas en el mobiliario urbano de la villa de Cienfuegos.
A la muerte de su madre, Don Emilio, cuya luenga barba blanca le confería ya imagen de patriarca venerado, liquidó sus negocios en Filadelfia y se asentó definitivamente en Cienfuegos, donde terminaría sus días el primero de septiembre de 1914. Las notas necrológicas de los diarios perlasureños resaltaron su condición de miembro corresponsal de la Real Academia de Floricultura de Londres.
Su última década de existencia lo encontró dedicado al fomento y conservación de las especies de la flora y la fauna que atesoraba La Palma, labor en la que lo auxilió el cuarto de sus seis hijos, quien además llevaba su nombre.
En el año 2007, en ocasión del siglo y medio del casamiento de Don Emilio y Doña Inés, Fernando Fernández Cavada y París, conde de la Vega del Pozo, publicó un folleto profusamente ilustrado con fotos tomadas en 1907 al celebrarse las Bodas de Oro de sus bisabuelos.
La muestra gráfica recoge para siempre la existencia de aquel reino de la clorofila, que fiel a su nombre llegó a atesorar una colección de 225 especies de palmeras, una de las cuales de presunto origen en Madagascar recibió el nombre de Cabada (sic).
Una casona de dos niveles, con balcón de madera en el segundo y techumbre de tejas, era el núcleo de la quinta. Una planta sembrada dentro de un enorme macetero de hierro traído de Estados Unidos marcaba el inicio de la vía de acceso a la propiedad desde el camino viejo de El Junco.
La represa donde nadaban en democracia aristocráticos cisnes y criollos patos, más gansos y flamencos, parecía un paisaje clonado del mismísimo Paraíso. Tendidos sobre el estanque había varios puentecillos de madera, y aledaña al espejo de agua se levantaba la casa de baños, una piscina techada sobre al cual se derramaba una cascada. Kioscos, pérgolas y jaulas para animales exóticos complementaban la escenografía del oasis.
Aunque pasaba largas temporadas en la quinta, la residencia oficial de la familia era la casona de la calle San Fernando, número 156, donde desde hace varias décadas radica el restaurante La Verja. En ese lugar, donado a Louis Houard por el fundador De Clouet, Isidoro Fernández Cavada levantó el primer hogar de la familia. Allí, en la vivienda luego reformada por él, velaron el cuerpo de Don Emilio, quien según la prensa falleció en la casa veraniega que también tenía, en Punta Gorda.
Doña Inés sobrevivió a su esposo hasta 1926. A su muerte los hijos no lograron ponerse de acuerdo sobre el destino de La Palma. La opción de donarla a la Universidad de Pennsylvania, defendida por Emilio y Fernando, no logró prosperar. Finalmente fue repartida entre los cuatro herederos varones. Aquella partición testamentaria fue el principio del fin.
Durante sus años de esplendor la quinta hospedó entre otras celebridades al gobernador militar yanqui Leonard Word (1899-1902), a sus compatriotas el millonario John Jacob Astor, luego fallecido en la catástrofe del Titanic, y Ransom E. Olds, fundador de la Compañía Oldsmobile. También durmieron allí la actriz inglesa Dame Ellen Terry y Adelina Patti, considerada la mejor soprano del mundo.
El único vestigio de La Palma que permanece en pie es El Fuerte, edificación militar en forma de cilindro que preside una pequeña ondulación del terreno a la vera del camino hacia El Junco. Desde una de sus aspilleras quién sabe si el espíritu del patriarca de luenga barba aún otee las nieblas de la nostalgia.
martes, 24 de noviembre de 2009
Apertura del estadio Trinidad y Hermanos
Los terrenos del viejo Aida Park estaban como dejados de la mano de Dios y hacía rato el béisbol cienfueguero clamaba por una nueva instalación que prestigiara el pasatiempo nacional en la Perla del Sur.
Tal empeño encontró oídos receptivos en los empresarios deportivos Luis Oliver y Francisco Curbelo, quienes contando con el patrocinio de una marca cigarrera asentada en Ranchuelo estrenaron en los propios predios del AP el estadio beisbolero Trinidad y Hermanos, el domingo 11 de abril de 1937.
Florencio Morejón Vale figuró como proyectista y ejecutor de la instalación, cuya portada fue realizada por Miguel Lamoglia.
El alcalde Armando Aguilar tuvo a su cargo el lanzamiento de la primera bola, también en sentido literal si nos atenemos a la reseña de las planas deportivas, a la una y media de la tarde, previo al doble juego entre el team anfitrión de la casa comercial Estany y el capitalino Cubanaleco.
Unos tres mil fanáticos presenciaron la ceremonia inaugural, que se completó con la entrega a Amado Trinidad de un álbum firmado por cinco mil cienfuegueros como gesto de agradecimiento. El industrial ranchuelero se llevó también una ovación de cinco minutos a cargo del respetable.
En el primero de un doble header los eléctricos del Cubanaleco, dirigidos por el veterano Lopito, dejaron con las ganas a la fanaticada local tras vencer al Estany cinco carreras por dos. Destacó al bate el doctor Porfirio Espinosa, que en cinco viajes al plato conectó cuatro de los seis imparables de la visita.
El desquite del club armado por el señor Manolo Solarana y dirigido por Tito González cuajó en el partido del cierre, cuando la novena anfitriona contó con los servicios desde el box de un hurler casi desconocido en estos lares, a quien los cronistas mal identificaban como Ernesto Marrero, alias Laberinto.
Quien llegaría a ser una gloria del béisbol cubano pintó de blanco (5-0) a los visitantes, que vinieron a Cienfuegos con la misma formación que dentro de dos semanas iniciaría su participación en la Liga Nacional de la Unión Atlética Amateur (UAA). El sagüero permitió tres sencillos a la tanda rival: de Benitín Gómez en el sexto, del catcher Cabrera en el octavo y de Espinosa a la hora de recoger los bates.
Valga apuntar que para entonces el Estany contaba en su palmarés con el título de campeón de la provincia de Las Villas y estaba empeñado en lograr su admisión en el seno de la UAA. Conseguido tal propósito, y con el nombre de Cienfuegos y el liderazgo del Guajiro de Laberinto, conquistaría el campeonato de la Liga en el verano de 1941. Pero esa es otra historia.
Cubanaleco, club de la Compañía de Electricidad de La Habana, debutaría el 25 de abril ante el Atlético de Cuba en la apertura de la Liga. Con anterioridad se había presentado en Cienfuegos, pero en el reducido escenario del Colegio de los Maristas. Como gancho en la nómina de los “eléctricos” los diarios señalaban en los días previos a Juan Domínguez, champion pitcher del campeonato cubano.
Entre los detalles que adornaron la crónica de la jornada de apertura destacan las “carreritas” que debieron dar la víspera Oliver y Curbelo para lograr el permiso de la Comisión Nacional de Baseball. Gestiones que valieron la pena, pues nuestros gacetilleros no dudaron en afirmar que esta ciudad contaba ya con el mejor y más cómodo parque deportivo del Interior de la Isla.
Al parecer las pepillas de la época se volvieron loquitas por un jugador visitante, el olímpico José Luis García. El viento en contra aguó la fiesta del jonrón en el doble programa. El Trío de las Aes (los hermanos Fleitas, de Constancia, figuraban en al nómina del Estany. A falta de la Banda Municipal en vivo, el Himno de Bayamo se dejó oír desde los altavoces del carro de propaganda de la Trinidad y Hermanos. La primera bola fue lanzada a la usanza antigua, del box hacia el home plate, pues la “moderna” consistía en enviar la esférica desde el palco de honor al pitcher del home club. A falta de una caseta para llevar el score el anotador. Armando Lamela debió arreglárselas como pudo. Para próximos partidos se hacía necesario suprimir la música. El siguiente domingo aspiraban a contar ya con la pizarra anotadora, de cuyos servicios hubo que prescindir el primer día.
El cronista apodado All Around comentó desde la página séptima de La Correspondencia que la gente de la prensa trabajó bien en la fecha de apertura. “Solamente nos molestaron los fanáticos que personificando al famoso Juan Frenético gritaban a nuestras espaldas y anunciaban sus apuestas a viva voz”.
El domingo 18 los empresarios del Trinidad y Hermanos ofrecieron otro doble programa beisbolero. Esta vez presentó credenciales el Club Reina, formado en la barriada del propio nombre por Candelario González (El Emperador), un reconocido umpire en la pelota cienfueguera. Estrenaron uniformes y contaron con el préstamo de la batería Marrero-Fleitas, pero así y todo perdieron 3-0 y 4-1 frente al Teléfonos capitalino, asiduo competidor en la UAA.
Los resultados dejaron un mal sabor de boca entre el público perlasureño que exigía más paridad para los próximos enfrentamientos.
De tal manera el periodista Ricardo Peña de Armas logró un acuerdo con la Liga Nacional Amateur, el cual estipulaba cada fin de semana la presencia en los terrenos de Oliver y Curbelo del club que tuviera fecha vacante en su Campeonato. Pero eso si, para enfrentar exclusivamente a la Casa Estany.
Tal empeño encontró oídos receptivos en los empresarios deportivos Luis Oliver y Francisco Curbelo, quienes contando con el patrocinio de una marca cigarrera asentada en Ranchuelo estrenaron en los propios predios del AP el estadio beisbolero Trinidad y Hermanos, el domingo 11 de abril de 1937.
Florencio Morejón Vale figuró como proyectista y ejecutor de la instalación, cuya portada fue realizada por Miguel Lamoglia.
El alcalde Armando Aguilar tuvo a su cargo el lanzamiento de la primera bola, también en sentido literal si nos atenemos a la reseña de las planas deportivas, a la una y media de la tarde, previo al doble juego entre el team anfitrión de la casa comercial Estany y el capitalino Cubanaleco.
Unos tres mil fanáticos presenciaron la ceremonia inaugural, que se completó con la entrega a Amado Trinidad de un álbum firmado por cinco mil cienfuegueros como gesto de agradecimiento. El industrial ranchuelero se llevó también una ovación de cinco minutos a cargo del respetable.
En el primero de un doble header los eléctricos del Cubanaleco, dirigidos por el veterano Lopito, dejaron con las ganas a la fanaticada local tras vencer al Estany cinco carreras por dos. Destacó al bate el doctor Porfirio Espinosa, que en cinco viajes al plato conectó cuatro de los seis imparables de la visita.
El desquite del club armado por el señor Manolo Solarana y dirigido por Tito González cuajó en el partido del cierre, cuando la novena anfitriona contó con los servicios desde el box de un hurler casi desconocido en estos lares, a quien los cronistas mal identificaban como Ernesto Marrero, alias Laberinto.
Quien llegaría a ser una gloria del béisbol cubano pintó de blanco (5-0) a los visitantes, que vinieron a Cienfuegos con la misma formación que dentro de dos semanas iniciaría su participación en la Liga Nacional de la Unión Atlética Amateur (UAA). El sagüero permitió tres sencillos a la tanda rival: de Benitín Gómez en el sexto, del catcher Cabrera en el octavo y de Espinosa a la hora de recoger los bates.
Valga apuntar que para entonces el Estany contaba en su palmarés con el título de campeón de la provincia de Las Villas y estaba empeñado en lograr su admisión en el seno de la UAA. Conseguido tal propósito, y con el nombre de Cienfuegos y el liderazgo del Guajiro de Laberinto, conquistaría el campeonato de la Liga en el verano de 1941. Pero esa es otra historia.
Cubanaleco, club de la Compañía de Electricidad de La Habana, debutaría el 25 de abril ante el Atlético de Cuba en la apertura de la Liga. Con anterioridad se había presentado en Cienfuegos, pero en el reducido escenario del Colegio de los Maristas. Como gancho en la nómina de los “eléctricos” los diarios señalaban en los días previos a Juan Domínguez, champion pitcher del campeonato cubano.
Entre los detalles que adornaron la crónica de la jornada de apertura destacan las “carreritas” que debieron dar la víspera Oliver y Curbelo para lograr el permiso de la Comisión Nacional de Baseball. Gestiones que valieron la pena, pues nuestros gacetilleros no dudaron en afirmar que esta ciudad contaba ya con el mejor y más cómodo parque deportivo del Interior de la Isla.
Al parecer las pepillas de la época se volvieron loquitas por un jugador visitante, el olímpico José Luis García. El viento en contra aguó la fiesta del jonrón en el doble programa. El Trío de las Aes (los hermanos Fleitas, de Constancia, figuraban en al nómina del Estany. A falta de la Banda Municipal en vivo, el Himno de Bayamo se dejó oír desde los altavoces del carro de propaganda de la Trinidad y Hermanos. La primera bola fue lanzada a la usanza antigua, del box hacia el home plate, pues la “moderna” consistía en enviar la esférica desde el palco de honor al pitcher del home club. A falta de una caseta para llevar el score el anotador. Armando Lamela debió arreglárselas como pudo. Para próximos partidos se hacía necesario suprimir la música. El siguiente domingo aspiraban a contar ya con la pizarra anotadora, de cuyos servicios hubo que prescindir el primer día.
El cronista apodado All Around comentó desde la página séptima de La Correspondencia que la gente de la prensa trabajó bien en la fecha de apertura. “Solamente nos molestaron los fanáticos que personificando al famoso Juan Frenético gritaban a nuestras espaldas y anunciaban sus apuestas a viva voz”.
El domingo 18 los empresarios del Trinidad y Hermanos ofrecieron otro doble programa beisbolero. Esta vez presentó credenciales el Club Reina, formado en la barriada del propio nombre por Candelario González (El Emperador), un reconocido umpire en la pelota cienfueguera. Estrenaron uniformes y contaron con el préstamo de la batería Marrero-Fleitas, pero así y todo perdieron 3-0 y 4-1 frente al Teléfonos capitalino, asiduo competidor en la UAA.
Los resultados dejaron un mal sabor de boca entre el público perlasureño que exigía más paridad para los próximos enfrentamientos.
De tal manera el periodista Ricardo Peña de Armas logró un acuerdo con la Liga Nacional Amateur, el cual estipulaba cada fin de semana la presencia en los terrenos de Oliver y Curbelo del club que tuviera fecha vacante en su Campeonato. Pero eso si, para enfrentar exclusivamente a la Casa Estany.
lunes, 16 de noviembre de 2009
Toma de posesión pasada por sangre en Sanidad
El doctor Juan Fermín Figueroa y Rivero esperaba de pie en la oficina de la Secretaría a que terminaran de redactar el acta de su toma de posesión de la Jefatura Local de Sanidad en Cienfuegos, cuando tronaron par de disparos en el propio salón y el médico cayó moribundo en brazos del reportero Eliso Cruces, quien tomaba nota de la fallida ceremonia.
A pesar del pequeño calibre del arma, un proyectil que penetró por la región labial superior y con orificio de salida en la parte posterior del cuello le causó una herida mortal por necesidad. Desde el lugar de los hechos, Paseo de Arango esquina a San Fernando, fue trasladado al hospital de Emergencias, pero llegó en estado comatoso a la mesa de operaciones y sus colegas nada pudieron hacer.
Figueroa, nacido en Santa Isabel de las Lajas 53 años antes, llevaba por lo menos 15 aspirando al cargo que ni siquiera tuvo tiempo de firmar aquella mañana del jueves 8 de marzo de 1934.
Una resolución del presidente de la República, coronel Carlos Mendieta Montefur, con fecha 2 de marzo había decretado la destitución del doctor Osvaldo Morales Patiño en el cargo de Jefe Local de Sanidad, a la vez que designaba para sustituirlo a quien sería asesinado en el intento de hacer válida la orden emanada en Palacio.
Al cesanteado, que administraba los asuntos sanitarios de la ciudad desde los convulsos días de finales de agosto del año anterior, los posteriores a la caída de Machado, le imputaban entre otras faltas la de haber cubierto la mayoría de los puestos de la entidad con sus amigos políticos.
Tras dos tentativas, durante martes y miércoles, de ocupar por medios pacíficos la oficina para la cual había sido nombrado, Juan Fermín se presentó en el edificio público la mañana del jueves, con el firme propósito de validar la disposición presidencial. Le acompañaban Gabriel Díaz Ojeda, mediador en la porfía por su condición de amigo del cesado y del sucesor, y el notario Gustavo Iglesias, encargado de legitimar por escrito la toma de posesión.
Ánimos desbocados signaban la jornada. Quienes perderían sus puestos con la asunción del nuevo funcionario estaban decididos a impedir a la cañona el cambio de administración. Entre el público que acordonaba el inmueble había quienes amenazaban penetrar en la Jefatura a viva fuerza. En tales circunstancias fue necesario llamar a la cercana Estación Naval de Cayo Loco, de donde confirmaron el pronto envío de 20 marinos.
Aunque en ausencia de Morales Patiño, que a la sazón permanecía en su domicilio de la calle Castillo, avanzaban de manera lenta los trámites legales. Juan Fermín dictó sendos telegramas para remitir al Presidente de la República, al Secretario de Sanidad y Beneficencia y al director de Sanidad. Pidió una larga distancia a La Habana con este último, doctor Félix Loriet. Aunque el letrado Iglesias aún afinaba los últimos detalles del acta probatoria, se apresuró en anunciar a su superior jerárquico que ya él era el Jefe de Sanidad en Cienfuegos.
El caldo de la cerrazón política fue sazonado con varias trompadas y bastantes improperios en el estrecho marco de la secretaría. Alguien gritó un viva a Mendieta y otro sentenció verbalmente al ex dictador Machado. En medio de la batahola Figueroa logró esquivar algún recto al mentón, pero no la bala de reducido calibre y grueso poder mortífero. Entre los testigos del homicidio estaba el quinceañero Gastón Figueroa, huérfano a partir de ese instante.
Como Juez de instrucción de la causa numerada 458 del año 1934, el doctor Marcelino Raggi se constituyó en el propio hospital de la calle Cuartel y Santa Cruz a fin de iniciar las diligencias y el capitán de la Marina Arsenio Arce ordenó la toma militar de la Jefatura de Sanidad.
La residencia del difunto, Arguelles número 185 altos, entre Prado y Gacel, hizo las veces de casa mortuoria. Resultó tan cuantioso el homenaje floral que fue necesario habilitar los portales vecinos de la Sociedad Minerva y la logia masónica Asilo de la Virtud para exponer las ofrendas.
Detenidos como sospechosos del asesinato que hizo recordar en la prensa local a los de Enrique Villuendas (1905) y Florencio Guerra (1917), fueron Abelardo Rodríguez del Rey y Milagros Pedraja Cano, ambos inspectores de la oficina en litigio, el empleado Carlos Cepero Díaz, el mecánico Wenceslao Tartabull, el albañil Miguel Villa y, por supuesto, el doctor Morales Patiño.
Villa quedó en libertad tras declarar y comprobarse su íntima amistad con el médico baleado. Los otros cinco, procesados con exclusión de fianza, aunque negaron los cargos, entre ellos el de planificar la muerte de Figueroa.
Tal como sucedía en ocasiones de similar cariz, con el pasar de los días el caso fue perdiendo vigencia en la prensa local hasta diluirse casi por completo.
Sabemos que el 6 de junio los acusados fueron trasladados a la cárcel provincial en Santa Clara. Para entonces ya sólo eran tres: Rodríguez del Rey, Pedraja y Cepero.
El 6 de octubre La Correspondencia publicó un suelto en última página intitulado “El asesinato del doctor Figueroa”. Daba cuenta de la absolución de los dos últimos por la Audiencia de Las Villas, “tras demostrar su absoluta inocencia”
Abelardo Rodríguez del Rey, a quien el policía Atilano Delgado había visto huir de la escena del crimen revólver en mano, ya no tenía compañeros de causa. En la celda santaclareña a lo mejor repasaba los acontecimientos del jueves 8 de marzo último. Entre ellos el momento de su arresto por el cabo de la Municipal Evaristo Nodal, mientras trataba de ocultarse en la peletería La Principal y él le imploraba: “No me mates que soy un revolucionario como tú”.
A pesar del pequeño calibre del arma, un proyectil que penetró por la región labial superior y con orificio de salida en la parte posterior del cuello le causó una herida mortal por necesidad. Desde el lugar de los hechos, Paseo de Arango esquina a San Fernando, fue trasladado al hospital de Emergencias, pero llegó en estado comatoso a la mesa de operaciones y sus colegas nada pudieron hacer.
Figueroa, nacido en Santa Isabel de las Lajas 53 años antes, llevaba por lo menos 15 aspirando al cargo que ni siquiera tuvo tiempo de firmar aquella mañana del jueves 8 de marzo de 1934.
Una resolución del presidente de la República, coronel Carlos Mendieta Montefur, con fecha 2 de marzo había decretado la destitución del doctor Osvaldo Morales Patiño en el cargo de Jefe Local de Sanidad, a la vez que designaba para sustituirlo a quien sería asesinado en el intento de hacer válida la orden emanada en Palacio.
Al cesanteado, que administraba los asuntos sanitarios de la ciudad desde los convulsos días de finales de agosto del año anterior, los posteriores a la caída de Machado, le imputaban entre otras faltas la de haber cubierto la mayoría de los puestos de la entidad con sus amigos políticos.
Tras dos tentativas, durante martes y miércoles, de ocupar por medios pacíficos la oficina para la cual había sido nombrado, Juan Fermín se presentó en el edificio público la mañana del jueves, con el firme propósito de validar la disposición presidencial. Le acompañaban Gabriel Díaz Ojeda, mediador en la porfía por su condición de amigo del cesado y del sucesor, y el notario Gustavo Iglesias, encargado de legitimar por escrito la toma de posesión.
Ánimos desbocados signaban la jornada. Quienes perderían sus puestos con la asunción del nuevo funcionario estaban decididos a impedir a la cañona el cambio de administración. Entre el público que acordonaba el inmueble había quienes amenazaban penetrar en la Jefatura a viva fuerza. En tales circunstancias fue necesario llamar a la cercana Estación Naval de Cayo Loco, de donde confirmaron el pronto envío de 20 marinos.
Aunque en ausencia de Morales Patiño, que a la sazón permanecía en su domicilio de la calle Castillo, avanzaban de manera lenta los trámites legales. Juan Fermín dictó sendos telegramas para remitir al Presidente de la República, al Secretario de Sanidad y Beneficencia y al director de Sanidad. Pidió una larga distancia a La Habana con este último, doctor Félix Loriet. Aunque el letrado Iglesias aún afinaba los últimos detalles del acta probatoria, se apresuró en anunciar a su superior jerárquico que ya él era el Jefe de Sanidad en Cienfuegos.
El caldo de la cerrazón política fue sazonado con varias trompadas y bastantes improperios en el estrecho marco de la secretaría. Alguien gritó un viva a Mendieta y otro sentenció verbalmente al ex dictador Machado. En medio de la batahola Figueroa logró esquivar algún recto al mentón, pero no la bala de reducido calibre y grueso poder mortífero. Entre los testigos del homicidio estaba el quinceañero Gastón Figueroa, huérfano a partir de ese instante.
Como Juez de instrucción de la causa numerada 458 del año 1934, el doctor Marcelino Raggi se constituyó en el propio hospital de la calle Cuartel y Santa Cruz a fin de iniciar las diligencias y el capitán de la Marina Arsenio Arce ordenó la toma militar de la Jefatura de Sanidad.
La residencia del difunto, Arguelles número 185 altos, entre Prado y Gacel, hizo las veces de casa mortuoria. Resultó tan cuantioso el homenaje floral que fue necesario habilitar los portales vecinos de la Sociedad Minerva y la logia masónica Asilo de la Virtud para exponer las ofrendas.
Detenidos como sospechosos del asesinato que hizo recordar en la prensa local a los de Enrique Villuendas (1905) y Florencio Guerra (1917), fueron Abelardo Rodríguez del Rey y Milagros Pedraja Cano, ambos inspectores de la oficina en litigio, el empleado Carlos Cepero Díaz, el mecánico Wenceslao Tartabull, el albañil Miguel Villa y, por supuesto, el doctor Morales Patiño.
Villa quedó en libertad tras declarar y comprobarse su íntima amistad con el médico baleado. Los otros cinco, procesados con exclusión de fianza, aunque negaron los cargos, entre ellos el de planificar la muerte de Figueroa.
Tal como sucedía en ocasiones de similar cariz, con el pasar de los días el caso fue perdiendo vigencia en la prensa local hasta diluirse casi por completo.
Sabemos que el 6 de junio los acusados fueron trasladados a la cárcel provincial en Santa Clara. Para entonces ya sólo eran tres: Rodríguez del Rey, Pedraja y Cepero.
El 6 de octubre La Correspondencia publicó un suelto en última página intitulado “El asesinato del doctor Figueroa”. Daba cuenta de la absolución de los dos últimos por la Audiencia de Las Villas, “tras demostrar su absoluta inocencia”
Abelardo Rodríguez del Rey, a quien el policía Atilano Delgado había visto huir de la escena del crimen revólver en mano, ya no tenía compañeros de causa. En la celda santaclareña a lo mejor repasaba los acontecimientos del jueves 8 de marzo último. Entre ellos el momento de su arresto por el cabo de la Municipal Evaristo Nodal, mientras trataba de ocultarse en la peletería La Principal y él le imploraba: “No me mates que soy un revolucionario como tú”.
sábado, 7 de noviembre de 2009
La muerte tomó pasaje en San Lino
A eso de las cuatro de la tarde del viernes 26 de diciembre de 1919 Don Acisclo del Valle y Blanco tomó del brazo a su esposa, Amparo Suero, en el andén del ingenio San Lino y la ayudó a subir al tren que cubriría en unos minutos el trayecto hasta Rodas. En la villa del Lechuzo harían una conexión ferroviaria hasta Cienfuegos, que viviría aún la resaca gastronómica de la Navidad.
El asturiano tenía 54 años recién cumplidos en noviembre y era uno de los cuatro principales capitalistas de la comarca cienfueguera. Se había levantado bien temprano en su palacete de Punta Gorda, monumento al eclecticismo en la Isla y por la mañana estuvo en la notaría que asistía legalmente sus múltiples negocios para estampar su firma en una escritura.
La víspera había recibido la noticia del fallecimiento en Madrid de una cuñada de su cuñado Leopoldo Suero, encargado del manejo administrativo del San Lino, propiedad que hasta el año anterior había pertenecido a la compañía que formaba Valle con los señores Montalvo y Balbín.
Quiso Don Acisclo informar verbalmente de aquella pérdida y se hizo acompañar por Doña Amparo en lo que al propio tiempo podría significar un paseo navideño, época en que los cañaverales florecidos de güines semejaban campos nevados y los aguinaldos adornaban la campiña para delicia de las colmenas.
Cumplida la triste encomienda y compartido un almuerzo familiar en la casona del ingenio que sería demolido dos años más tarde, la pareja abordó un trencito de vía estrecha rumbo a la villa del Damují.
Y con ellos tomó pasaje la muerte, incapaz de distinguir fortunas o fortalezas físicas cuando quiere hacer bien su labor.
Un ataque de angina fulminó al industrial en medio del corto tramo ferroviario. Incrédula de la veracidad del desenlace, la mujer exigió con urgencia los servicios de un médico en la estación de Rodas. El doctor Ruiz llegó a tiempo para certificarle que su estado civil era viuda.
Hasta aquella tarde en que la muerte lo citó entre jardines naturales de flores de caña y campanillas melíferas, Acisclo del Valle había sido presidente efectivo y honorario del Cienfuegos Yatch Club, a la vez que compartía la segunda condición en la Colonia Española, el Club de Cazadores, el Asturiano y el de Exploradores.
Era además el principal ejecutivo de la Compañía Industrial S.A. y de la de Mieles y Combustibles de Cienfuegos. Vicepresidente del Club Rotario, vocal de la Cámara de Comercio y de la Cía de Seguros y Fianzas, amén de consejero del Centro de Propietarios Urbanos.
Parece ser que toda muerte de famoso se presta para incubar una leyenda. Lo mismo la de Michael Jackson que la de aquel asturiano hacedor de capitales en las riberas de la bahía de Jagua. La comidilla popular achacó el deceso del comerciante español a otra noticia ajena a la pérdida familiar que fue a comunicar en persona a casa de su cuñado. Decían que el hombre recién se había enterado de la brutal caída de los precios del azúcar que avizoraban la próxima crisis de las vacas flacas.
El cadáver llegó de noche a Cienfuegos, donde a muchos les asistió la misma incredulidad que Doña Amparo en los primeros momentos. Fue velado en la mansión que destacaba sobre la ancestral Punta de Tureira de los aborígenes de Jagua. De manera curiosa, la prensa local no resultó pródiga en detalles como solía serlo con las ceremonias luctuosas de la alta sociedad cienfueguera. El entierro tuvo lugar a las 24 horas del momento en que el magnate tomó el trencito de San Lino a Rodas sin percatarse de la presencia de una pasajera vestida de negro. El doctor Sotero Ortega despidió el duelo en el cementerio de Reina, donde el alma del potentado no iba a ser hueso viejo.
Una cuña al centro de la primera plana en la edición del 30 de agosto de 1922 del diario La Correspondencia daba cuenta de una nota publicada por un colega asturiano, que reportaba la llegada a Arriondas de la viuda de Don Acisclo del Valle conduciendo los restos mortales de su esposo, los cuales reposarían para siempre en el panteón familiar en el cementerio de su pueblo natal.
La búsqueda del documento que amparara el traslado de Amparo con las cenizas del conyugue hasta su destino final, resultó infructuosa para los investigadores cienfuegueros que hace unos años hurgaron en los archivos de la añosa necrópolis de Reina.
El asturiano tenía 54 años recién cumplidos en noviembre y era uno de los cuatro principales capitalistas de la comarca cienfueguera. Se había levantado bien temprano en su palacete de Punta Gorda, monumento al eclecticismo en la Isla y por la mañana estuvo en la notaría que asistía legalmente sus múltiples negocios para estampar su firma en una escritura.
La víspera había recibido la noticia del fallecimiento en Madrid de una cuñada de su cuñado Leopoldo Suero, encargado del manejo administrativo del San Lino, propiedad que hasta el año anterior había pertenecido a la compañía que formaba Valle con los señores Montalvo y Balbín.
Quiso Don Acisclo informar verbalmente de aquella pérdida y se hizo acompañar por Doña Amparo en lo que al propio tiempo podría significar un paseo navideño, época en que los cañaverales florecidos de güines semejaban campos nevados y los aguinaldos adornaban la campiña para delicia de las colmenas.
Cumplida la triste encomienda y compartido un almuerzo familiar en la casona del ingenio que sería demolido dos años más tarde, la pareja abordó un trencito de vía estrecha rumbo a la villa del Damují.
Y con ellos tomó pasaje la muerte, incapaz de distinguir fortunas o fortalezas físicas cuando quiere hacer bien su labor.
Un ataque de angina fulminó al industrial en medio del corto tramo ferroviario. Incrédula de la veracidad del desenlace, la mujer exigió con urgencia los servicios de un médico en la estación de Rodas. El doctor Ruiz llegó a tiempo para certificarle que su estado civil era viuda.
Hasta aquella tarde en que la muerte lo citó entre jardines naturales de flores de caña y campanillas melíferas, Acisclo del Valle había sido presidente efectivo y honorario del Cienfuegos Yatch Club, a la vez que compartía la segunda condición en la Colonia Española, el Club de Cazadores, el Asturiano y el de Exploradores.
Era además el principal ejecutivo de la Compañía Industrial S.A. y de la de Mieles y Combustibles de Cienfuegos. Vicepresidente del Club Rotario, vocal de la Cámara de Comercio y de la Cía de Seguros y Fianzas, amén de consejero del Centro de Propietarios Urbanos.
Parece ser que toda muerte de famoso se presta para incubar una leyenda. Lo mismo la de Michael Jackson que la de aquel asturiano hacedor de capitales en las riberas de la bahía de Jagua. La comidilla popular achacó el deceso del comerciante español a otra noticia ajena a la pérdida familiar que fue a comunicar en persona a casa de su cuñado. Decían que el hombre recién se había enterado de la brutal caída de los precios del azúcar que avizoraban la próxima crisis de las vacas flacas.
El cadáver llegó de noche a Cienfuegos, donde a muchos les asistió la misma incredulidad que Doña Amparo en los primeros momentos. Fue velado en la mansión que destacaba sobre la ancestral Punta de Tureira de los aborígenes de Jagua. De manera curiosa, la prensa local no resultó pródiga en detalles como solía serlo con las ceremonias luctuosas de la alta sociedad cienfueguera. El entierro tuvo lugar a las 24 horas del momento en que el magnate tomó el trencito de San Lino a Rodas sin percatarse de la presencia de una pasajera vestida de negro. El doctor Sotero Ortega despidió el duelo en el cementerio de Reina, donde el alma del potentado no iba a ser hueso viejo.
Una cuña al centro de la primera plana en la edición del 30 de agosto de 1922 del diario La Correspondencia daba cuenta de una nota publicada por un colega asturiano, que reportaba la llegada a Arriondas de la viuda de Don Acisclo del Valle conduciendo los restos mortales de su esposo, los cuales reposarían para siempre en el panteón familiar en el cementerio de su pueblo natal.
La búsqueda del documento que amparara el traslado de Amparo con las cenizas del conyugue hasta su destino final, resultó infructuosa para los investigadores cienfuegueros que hace unos años hurgaron en los archivos de la añosa necrópolis de Reina.
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Reaparición
Luego de una etapa signada por problemas familiares y de salud quiero retomar la actualización lo más sistemática posible de este blog. Quiero agradecer a quienes se interesaron por el silencio comunicativo. !Por ustedes y por Cienfuegos!
miércoles, 22 de abril de 2009
Ciudad Prometida
EN EL ANIVERSARIO 190 DE LA FUNDACIÓN DE LA COLONIA FERNANDINA DE JAGUA
¿Quién dijo que hace falta el verbo ni el epíteto para describir, retratar, narrar, nombrar la ciudad que Dios y los hombres nos legaron en suerte? El adjetivo fácil y ramplón eliminadlo, por favor, que una novia no merece flores espurias.
Si queremos pintarla de azules, digamos mar, y si telón verde necesitamos en la escenografía de la cotidianidad escribamos Guahumuaya en lontananza. Y que de bandidos nos siga cuidando Nuestra Señora de los Ángeles.
Si de alumbrarla se trata, bastarían unos camaroneros que vayan a encender luceros en el litoral.
La Luna es caso aparte. Dejó de ser de todos los terrícolas la noche en que en el Muelle de Hierro Muñiz la hizo patrimonio exclusivo de la ciudad.
Suerte la del pavimento y los adoquines con sus venas de rieles que hacen blando el paso hacia la infinitud de un poeta-historiador, de un médico-clérigo y de un quijote reciclador. (*)
La Madre Naturaleza cumple aquí con todos los encargos divinos: la perfuma de salitres, la refresca con terrales, le borda una túnica con vuelos de gaviotas.
Los hombres de dos siglos perfeccionaron la obra en torno a la bahía de la piel más tersa: Un prado de asfalto y sosiego, las cúpulas para estar más cerca del cielo, los leones que ahuyentan flaquezas.
Y para completarla la plaza doble del Héroe y la República, de los poetas, los benefactores y los patricios. Como un día fue de las balas. Y siempre del amor.
Muchos estamos convencidos de que esta es la Ciudad Prometida
Para decirle te queremos no hace falta gastar una sílaba de más. Basta con que cada uno ponga una molécula de cariño y un átomo de empeño y que la fórmula haga el milagro de evitar el derrumbe del Palacio Goytisolo, y el prodigio de la vida en la orfandad de los muros del Colegio Monserrat.
Cienfuegos se canta a sí misma cada amanecer, porque vivimos en una ciudad-poema. Una villa-canción, una urbe-elegía. Y las calles ajedrezadas son arpegios de un himno a la vida.
(*) Florentino Morales, el Padre Panchito y Paco Mortadella, personaje popular, por ese orden.
¿Quién dijo que hace falta el verbo ni el epíteto para describir, retratar, narrar, nombrar la ciudad que Dios y los hombres nos legaron en suerte? El adjetivo fácil y ramplón eliminadlo, por favor, que una novia no merece flores espurias.
Si queremos pintarla de azules, digamos mar, y si telón verde necesitamos en la escenografía de la cotidianidad escribamos Guahumuaya en lontananza. Y que de bandidos nos siga cuidando Nuestra Señora de los Ángeles.
Si de alumbrarla se trata, bastarían unos camaroneros que vayan a encender luceros en el litoral.
La Luna es caso aparte. Dejó de ser de todos los terrícolas la noche en que en el Muelle de Hierro Muñiz la hizo patrimonio exclusivo de la ciudad.
Suerte la del pavimento y los adoquines con sus venas de rieles que hacen blando el paso hacia la infinitud de un poeta-historiador, de un médico-clérigo y de un quijote reciclador. (*)
La Madre Naturaleza cumple aquí con todos los encargos divinos: la perfuma de salitres, la refresca con terrales, le borda una túnica con vuelos de gaviotas.
Los hombres de dos siglos perfeccionaron la obra en torno a la bahía de la piel más tersa: Un prado de asfalto y sosiego, las cúpulas para estar más cerca del cielo, los leones que ahuyentan flaquezas.
Y para completarla la plaza doble del Héroe y la República, de los poetas, los benefactores y los patricios. Como un día fue de las balas. Y siempre del amor.
Muchos estamos convencidos de que esta es la Ciudad Prometida
Para decirle te queremos no hace falta gastar una sílaba de más. Basta con que cada uno ponga una molécula de cariño y un átomo de empeño y que la fórmula haga el milagro de evitar el derrumbe del Palacio Goytisolo, y el prodigio de la vida en la orfandad de los muros del Colegio Monserrat.
Cienfuegos se canta a sí misma cada amanecer, porque vivimos en una ciudad-poema. Una villa-canción, una urbe-elegía. Y las calles ajedrezadas son arpegios de un himno a la vida.
(*) Florentino Morales, el Padre Panchito y Paco Mortadella, personaje popular, por ese orden.
lunes, 12 de enero de 2009
A 73 años del vuelo Camagüey-Sevilla
12 de Enero. 1936-2009
A las siete y diez minutos de la mañana del domingo 12 de enero de 1936 el teniente Antonio Menéndez Peláez despegó del aeropuerto Barberán y Collar, en la ciudad cubana de Camagüey. Los 17 segundos invertidos en la operación de despegue presenciada por unas 10 mil personas fueron el breve prólogo de una hazaña que concluiría en el aeródromo Tablada, de Sevilla, a las cinco y 25 de la tarde del 14 de febrero.
Cuatro días antes el piloto cubano había aterrizado en Batshurt (hoy Banjul, capital de Gambia) e inscripto su nombre en la historia de la aviación, tras convertirse en el primer hispanoamericano que llegaba a la Península luego de cruzar el Atlántico en solitario.
A Cienfuegos, donde comenzó a soñar con aquella aventura, vino Menéndez a despedirse la tarde del sábado 11 de enero. En esa propia jornada siguió a Camagüey, donde se calcula lo esperaron cuatro mil habitantes de la señorial Puerto Príncipe, cuya bellas mujeres realzaron el banquete nocturno de despedida en el hotel que honraba el nombre de la ciudad.
Ni el frío ni la niebla restaron brillo a la partida del aparato Lockheed en el amanecer del domingo. La Guaira, en las cercanías de Caracas, era la meta del primer tramo del vuelo con que el aviador cubano quiso honrar la hombrada de los españoles Mariano Barberán y Joaquín Collar, quienes el 10 de junio de 1933 completaron la travesía de Sevilla a Camagüey en una sola jornada de 39 horas.
Imprevistos en la ruta le obligaron a tomar tierra en las proximidades de Puerto Cabello, estado venezolano de Carabobo, con las últimas luces del día y con muy poca gasolina en el depósito del aparato de la Martina de Guerra Constitucional bautizado como Cuatro de Septiembre, en alusión a la asonada golpista de los sargentos encabezada por el taquígrafo Fulgencio Batista la madrugada de ese día de 1933.
lunes, 5 de enero de 2009
Cien jazmines para Florentino
5 de Enero. 1909-2009. CENTENARIO DEL NATALICIO DE FLORENTINO MORALES HERNÁNDEZ
El hecho de haber sido en casi dos siglos el único cienfueguero con un sillón en la Academia Cubana de la Lengua basta para asegurarle un recuerdo eterno en la memoria emotiva de esta ciudad.
Las 50 mil fichas, pedacitos del primer papel al alcance de sus manos nervudas, en que desmenuzó la historia de la comarca indígena de Jagua, la villa afrancesada de Fernandina y la ciudad conspicua de Cienfuegos, le valen un monumento a la laboriosidad. Más porque realizó la hercúlea tarea intelectual sin cobrar un centavo.
El cariño que prodigó a quienes tuvieron la suerte de acercársele sin apenas conocerlo. La bondad que derrochaba en cada acto de la vida, sin reparar en ingratitudes ni miserias morales. La sencillez con que atendía por igual al erudito investigador y al escolar sencillo sin creer en fronteras sociales. El amor por Elpidia, sólo compartido con esa obra humana que creció sobre la piel geológica de la península de La Majagua. Y con Mercedes, la novia que murió tres años antes de que él naciera. La lírica que era manantial y se desbordó en las pozas de Zigzag y Caracol, textos autofinanciados porque la poesía merece ser repartida como si los versos y las metáforas fueran los panes y los peces multiplicados. La pasión casi obsesiva por la historia de la ciudad que lo acunó junto a sus arenas meridionales y a la sombra de un pino bíblico como al hijo predilecto.
Por todas estas razones y otras que desbordarían el cauce de la crónica con aspiraciones de ser arroyo de la sierra, Florentino Morales Hernández merece un monumento en Cienfuegos. Podría ser de mármol de Real Campiña y sería tan íntimo que nadie recordaría las minas de Carrara. O de bronce que entre todos apilemos para que el crisol extraiga luego las mejores savias del metal, y Villa Soberón lo siente después en un banco del parque frente a su museo. O lo ponga a caminar sobre el espíritu de las losas de Bremen que conformaron el Salón Serrano, aquel paseo central por donde los abuelos de nuestros abuelos coquetearon una vez con las pizpiretas tatarabuelas. Mejor señalando la roseta injertada donde estuvieron las raíces de la majagua ancestral, por el Ateneo del que fuera alma y nervio. También hay sitio cerca del león de la izquierda, como si se detuviera a leer la decisión de la UNESCO que enaltece más a la ciudad.
Si no hubiera piedra ni aleación, los cienfuegueros le haremos de sentimiento el obelisco que Floren se ganó con su hombradía. Proclamémoslo este primer lunes de 2009 cuando hará un siglo exacto de su llegada por la finca Dagame, comarca de Yaguaramas.
Teresita Chepe que lo venera en el altar de la Nobleza, recordaba hace unos días que Florento se conformaba con la posibilidad de tener una mata de jazmín junto al lugar del perenne reposo.
Así de grande era aquel hombre que encorvado bajo el peso de un cerón de años nos parecía pequeño. En la ocasión del Centenario su ciudad será un jardín a la Hidalguía. Con 100 jazmines de gratitud perfumando la memoria.
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viernes, 2 de enero de 2009
Aplausos y desaire para La Pavlova
A Cienfuegos le cupo el honor de ser el único pueblo cubano de campo, al decir de un cronista de la época, donde bailó la rusa Anna Pavlova, una de las celebridades de la danza mundial a principios del siglo XX.
El acontecimiento tuvo lugar el lunes 22 de marzo de 1915 y las tablas pisadas aquí por la gacela eslava en lugar de las clásicas del Terry fueron las de su reciente competencia, el teatro Luisa Martínez Casado.
La Pavlova acababa de cumplir 34 años y a juicio de quienes tuvieron el privilegio de encandilarse con su presencia debió parecerse a esas muñequitas rusas, al estilo de María Sharápova, Elena Dementieva, Anna Kournikova y compañía, que fulguran hoy en las canchas de tenis y/o las portadas de las revistas del corazón.
El teatro Payret había sido el escenario de sus triunfos habaneros cuando arribó a la Perla del Sur en el tren expreso de la tarde del mismo día señalado para el debut de su compañía, que iba a presentar una función única en el teatro de la estrella, como aludía la crónica teatral al nuevo coliseo de Prado y Santa Clara.
En el capitalino Diario de la Marina, Enrique Fontanills, a cargo de la sección de teatro, se preguntaba ¿cómo decirnos adiós Anna Pavlova cuando toda una sociedad la admira y la reclama subyugada por su poder incontrastable? Y en un raptus de admiración rayano en la picuencia sentenciaba que su partida hubiera sido un eclipse de alegrías.
De todas formas ante el reclamo de la selecta sociedad habanera la hija de campesinos pobres de San Petersburgo había decidido proseguir sus presentaciones en aquel teatro a orillas del Parque Central el miércoles, en cuanto retornara del agraciado pueblo de campo que presumía de ser la segunda plaza cultural de la República.
Nadie había bailado aquí como ella. La frase le pertenece al cronista Díazde y apareció en la sección Arte y Artistas del vespertino El Comercio el martes 23. La reseña apunta que la rusita “hizo un cisne sorprendente, en cuyo desplome el público no cesaba de batir palmas”.
El programa incluyó como piezas de lujo a La Muñeca Encantada y La Noche de Walpurgis, y en el acápite de diversiones figuraron La Danza de Primavera; el minuet El Cisne, de Paderewski, danzas holandesas, persas y poéticas; la Rapsodia húngara No. Dos de Liszt y la Bacanal de Otoño. Junto a la líder de la compañía brillaron además la Plokovietzka y el gran bailarín ruso Volinine.
La lluvia primaveral que descompuso la noche cienfueguera no pudo impedir el éxito de la función, evidencia ante la cual la empresa de la Pavlova y la de Puga y Sanz, propietarios del Luisa, decidieron repetirla al siguiente día con “El despertador de Flora” (baile mitológico) como principal atracción.
Pero Cienfuegos defraudó a la estrella que en 1909 recorrió Europa de triunfo en triunfo de la mano de su paisano Serguei Diaghilev, creador de los Ballets Rusos, para dos años más tarde fundar su propia compañía y saltar a los escenarios del mundo. A las dos de la tarde del martes ambas empresas decidieron suspender la función. Motivo: falta de entusiasmo del público.
“Es lástima que una ciudad rica –fuerza es confesarlo aún en contra de mi voluntad- no haya respondido al maravilloso espectáculo que nos proporcionaba la Pavlova, la cual probablemente morirá sin volver a Cuba”, fustigaba Díazde desde su parapeto de criterios en El Comercio.
Lo cierto es que la divina intérprete de la muerte del cisne, coreografiado especialmente para ella por el maestro y también compatriota Michel Fokine, partió esa misma noche en el tren directo a la capital. Y el Luisa anunció para el otro día su “miércoles blanco” con la puesta en pantalla de la película en 20 partes “La reina Margarita”, éxito cinematográfico del momento de la casa parisina Pathé Freres, que con actores de la Comedia Francesa tradujo al celuloide una novela de Alejandro Dumas padre.
“Pavlova vivió en el umbral del cielo y de la tierra como intérprete de los caminos de Dios”, reconoció la bailarina moderna Ruth St. Denis, cuando una pleuresía se llevó a la rusa genial en la ciudad holandesa de La Haya, a pocos días de cumplir medio siglo de edad.
Tal vez con palabras revestidas de menos lírica lo mismo pudieron atestiguar quienes en Cienfuegos tuvieron el privilegio de verla levitar en aquella función que el desaire posterior convirtió en única.
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