sábado, 23 de febrero de 2008

La explosión de Mayo

El señor José Mayo comprobaba en su libro de cuentas la anotación de las dos cajas de clorato de potasa y otras dos de aceite de mirbano que esa misma mañana del primero de febrero de 1913 había enviado para Arriete, a consignación del mister Allen, el americano que explotaba las canteras aledañas al barrio de reciente creación ferroviaria. Antes de cerrar el cuaderno le echó un vistazo a la página anterior y se cercioró del registro de los 25 cuñetes de clorato que la víspera había sacado de la Aduana.
Mientras el dueño de la ferretería que hacía esquina en Santa Clara y Santa Isabel se afanaba con haberes y débitos las campanas de la Catedral ya habían marcado la una y media de la tarde de aquel sábado con que se estrenaba febrero, y en un rincón del pañol Tomás Pasos, El Chino para sus conocidos, sin reparar en su analfabetismo químico comenzaba a preparar la alquimia de la muerte.
En ese ínterin llegó a la ferretería don Eduardo Benet, secretario que era del Ayuntamiento. Estaba comprando pintura y lo atendía el propio dueño cuando observó un poco de humo que salía del interior del establecimiento, hecho que señaló a Mayo, quien llevándose las manos a la cabeza exclamó: ¡Estamos perdidos!
La explosión fue tan bárbara que en el Castillo de Jagua hubo decenas de oídos receptores. Aunque la atribuyeron a un barreno para ahondar las aguas del cercano Caletón de Don Bruno. En la ciudad, Radio Bemba la ubicó en primera instancia dentro de un buque surto en bahía y luego la relacionó con una bomba puesta en el Ayuntamiento, que el terrorismo no es invento reciente.
Como tocada por una fuerza divina y castigadora, en instantes lo que había sido la ferretería de Mayo fue un amasijo de escombros y una hoguera voraz al mismo tiempo. Entre las ruinas ardían algunos de los cuerpos de mujeres, niñas y hombres atrapados por el bélico contacto del clorato y el aceite malditos.
Una decena de muertos fue el peor saldo del delito de imprudencia temeraria por el cual el señor José Mayo Garrido debería responder luego ante la justicia de los hombres. Pero tal comparecencia demoraría porque el ferretero fue sacado inconciente de aquella sede provisional del Infierno.
La lista de difuntos la encabeza la señora Amparo Casanova de Mayo y las niñas Amparito y Balbina Mayo Casanova. La engrosan Trina Rojas, cocinera de los Mayo, el referido Chino Pasos y el adolescente Perfecto Núñez, dependientes ambos del negocio siniestrado; Francisco Urquiza, mensajero de la oficina del aledaño Cable Inglés; el comisionista Pedro Ruiz y sus esposa y el señor José Loyola, cobrador de Ruiz, en cuyo reloj de bolsillo Roskoff, de la habanera casa Cuervo y Sobrinos, las manecillas se detuvieron para siempre a falta de 20 minutos para las dos de la tarde del infausto sábado.
Los primeros reportes situaron en cerca de 80 los heridos, aunque finalmente la cifra adelgazara. Entre los reportados de graves figuraron los místeres Robert Edgar, H. Food, H. Brandley y A.C. Butt, jefe de oficina el primero y el resto empelados del Cable. El francés Daniel Mousanto completó la relación de extranjeros lesionados.
La prensa local sufrió la explosión en carne propia al ser destruida la imprenta del diario El Republicano. Igual suerte corrieron la oficina de comisiones del difunto Ruiz, la casa de la familia de Andrés Herreros, y la oficina de míster Albert Sasso, quien fue lanzado a la calle desde el asiento donde se encontraba sin sufrir daño alguno. A lo mejor con posteridad fue conocido como el hombre-goma. Pero no tengo el dato.
En la categoría de perjudicadas clasificaron las casas de Santa Clara 156, propiedad de la familia Meruelos y desocupada a la fecha, la del tenedor de libros Jaime Fernández, la de Nicolás Castaño y Padilla y la de Federico de Mazarredo, situada al lado del Cable. También la oficina de Eduardo Mazarredo, que debió ser apuntalada.
El acápite de Otros daños reflejó luego del macabro conteo la casa armadora de vapores de Odriazola y Cía, la fonda El Universo, oficina de Otero y Bacallao, almacenes de víveres de Sánchez, Vital y Cía y Santander, la botica del doctor Figueroa, al sede del Banco español-Banco nacional y el almacén de La Ceiba, donde la onda expansiva dobló una puerta de hierro.
La rápida actuación de los bomberos que conectaron sus mangueras a las cajas de agua del acueducto del Hanabanilla evitó que ardiera toda la manzana. A las cuatro de la tarde tenían el fuego localizado, como se decía entonces. Como uno más trabajó en la extinción del siniestro el señor Ceferino Méndez y Aguirre, un antiguo bombero a quien le quedaban poco más de dos meses en el sillón de Alcalde Municipal de Cienfuegos.
En las labores de salvamento destacaron el capitán de la Policía Pedro Olascoaga y el teniente Pineda, de la Guardia Rural. También el vigilante Gumersindo López, quien con ayuda del señor Félix Ballina sacó de la casa al señor Mayo y a una niña que milagrosamente no recibió lesión alguna, sin que la crónica epocal aclare si se trataba de otra hija del desgraciado matrimonio Mayo Casanova.
Quien si se salvó fue el pequeño Pepito Mayo que al momento de la fatídica manipulación del Chino Pasos jugaba a la pelota en Santa Clara y San Luis. Un poco de menos suerte le correspondió a Juan Simón, sobrecargo del vapor Antinógenes, herido por una piedra en la cabeza mientras aguardaba para hacer una gestión en el patio de la oficina de Odriazola y Cía. Y el secretario municipal, el señor Benet, a quien su velocidad de pensamiento y de piernas le salvó el pellejo. Ya compararía la pintura en otro sitio.
Rápido también anduvo el fotógrafo Emilio Sánchez, no en el resguardo del físico, sino con el dedo en el obturador. Sacó tres vistas del siniestro, las cuales a las cinco de la tarde ya estaban expuestas al público en la vidriera del estudio del señor Otero, en la calle de San Carlos.
La Correspondencia envió las instantáneas a sus grabadores, pero esas técnicas parece que andaban en pañales por aquellos tiempos, pues el vespertino de Cándido Díaz y Florencio Velis, no publicó las fotos –junto con las del entierro de las víctimas- hasta su edición del día siete.
El propio diario que andaba ya para cumplir sus 15 años colocó una pizarra al público en la cual actualizaba el número de víctimas. La oncena con carácter fatal fue reportada como indirecta. Marino Coimbra, un viejo conspirador de los tiempos de guerra del 95 que vivía en la propia manzana del estallido, murió a la medianoche. Su miocardio enfermo no resistió tan fuerte emoción.
Durante varias ediciones posteriores los periódicos dieron voz a especialistas en química y explosivos en su afán de poner a sus lectores en condiciones de discernir las causas del siniestro. La mayoría coincidió en señalar como mejunje mortal que formaban el clorato de potasio más el aceite de mirbano. Rack de rock (romperocas) le llaman los gringos a aquella especie de dinamita.
El suceso sería además caso del derecho internacional cuando a los pocos días el Ministro de Su Majestad Británica reclamara ante el Gobierno de La Habana por daños y perjuicios en la oficina del cable, propiedad de The Cuban Submarine Telegrafh Limited.

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